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Roberto Pages

VASTEDADES

No sé si alguna vez conté lo que sigue.

Hacía unos diez días que había salido a la calle el primer diario en que trabajé. Me había ofrecido ser crítico de cine Ernesto Schóó, a quien yo le había enviado, sin conocerlo, una extensa nota sobre Providence, de Alain Resnais. Cinco páginas a un espacio en la nueva (entonces) Lettera que yo tenía, hoy un cacharro que ningún adolescente sabría de qué hablo. Yo estaba en el diario desde los “números 0”, ensayos de uso interno antes de enfrentar al público. María Moreno se había acercado, interesada en saber quién había escrito una nota sobre John Wayne y Dustin Hoffman que, por error, se había “publicado” sin mi nombre. Trataba del fin de una época y el comienzo de otra, representada en esos dos actores. También había gustado mi crítica sobre Bernardo y Bianca, de Disney.

Una noche de frío y lluvia, sobre Carlos Pellegrini entre Corrientes y Lavalle, vi un diario sobre la vereda mojada. Por la tipografía entendí que era un ejemplar de Convicción; me agaché y vi la nota que yo había escrito y publicado ese día.

Supe, entonces, lo que años después sabría por Jerry Lewis: con el diario de hoy se envuelven las papas de mañana.

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Dos o tres semanas más tarde, al pasar por el cine Lorca, me detuve (como hacía entonces y hasta muchos años después; ya no) frente a las puertas y los afiches de las películas ofrecidas y a estrenar. Dos mujeres, una de unos cuarenta años, la otra diez años menor, leían la crítica de un diario pegada al vidrio de la puerta. Acostumbraban los dueños de salas, en esa época, usar el trabajo de otros para hacer publicidad gratuita de sus negocios. Las mujeres comentaban lo que leían. Miré y era una crítica mía. Presté atención a sus comentarios.

Las escuché.

Pensé: Está visto. Los lectores leen lo que se les da la gana, no necesariamente lo que está escrito.

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C. era crítico de cine en La Nación y profesor de Literatura en la facultad, algo notorio en sus crónicas cinematográficas. Se había estrenado una película de Chabrol, Alice ou la Dernière Fugue, y yo había escrito que era una película fascinante pero que no había entendido nada. Avisando al lector, agregué que lo mío eran apuntes, impresiones, sin ninguna certeza. C. me lo reprochó en el bar donde nos reuníamos algunos colegas los jueves, antes de salir cada uno a ver su estreno del día. “Nunca un crítico se puede permitir hacer eso, no debe hacerse”. Cómo no podía hacerse –dije yo- si ya lo había hecho y estaba publicado. Ligero intercambio que terminó cuando yo dije que no macanearía sobre lo que no sabía o no entendía. Eso se lo dejaba a los otros –terminé.

Mi brevísima historia con C. tuvo dos capítulos más.

A las funciones privadas para periodistas estaba prohibido –se suponía- llevar acompañantes. Era una regla violada con meticulosa frecuencia. A algunas de ellas yo iba con una muchacha con las que a veces vivía y otras veces no (las volteretas de la relación eran una película que nadie filmó), ella era muy linda y sobre todo de hacerse notar. C. estaba muy molesto y lanzaba indirectas sin mirarme y hablando a otros. Insistente como un moscardón. Me cansé:

- ¿Qué estás buscando, C., que te de un cachetazo? Porque si lo estás buscando te lo voy a dar.

Un amigo me dijo después: “Qué hijo de puta, cachetazo, ni siquiera lo pusiste a la altura de hombre para pelear”. No lo había pensado, pero el comentario me hizo reír.

El tercer y último capítulo transcurrió una noche de frío, lluvia y viento a las puertas del cine Broadway. Era casi medianoche, no había casi gente, y de pronto quedamos frente a frente. C. me saludó con amabilidad. Lo vi flaco, demacrado, mortuorio el ánimo. Le pregunté si estaba bien, cómo se sentía. Me contó, entre llantos, la ruptura con su novio. Hacía años que estaban juntos –dijo- y la relación se había terminado en esos días. Hablaba y lloraba. Lo contuve como pude y supe, que nunca es mucho en esos casos. Sobre todo oí su relato y presencié su orfandad, haciéndole un rato de compañía en esa noche destemplada por donde se la mirase. Finalmente, se recompuso en parte. “Gracias por escucharme, tenía que contárselo a alguien y no sabía a quien”.

Estaba triste pero ya no lloraba.

Al irme, me dije: Curioso que haya encontrado en mí cierto consuelo. Que con quien sólo había reñido en el pasado se haya animado a franquear su homosexualidad y su pena.

Ninguna de las dos cosas se confesaban en esos tiempos. Y sospecho que la segunda tampoco hoy. Hoy se expande la queja, no se muestra el dolor de la pena.

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Reynaldo tenía 16 años cuando lo conocí. Yo era un poco mayor y él me pedía que le contase las películas prohibidas para 18 que no podía ver. Con los años yo me hice critico de cine y Reynaldo actor. Nos veíamos cada tanto porque nuestras vidas discurrían por carriles distintos, pero él fue uno de los hombres más honestos, honrados moralmente y de coraje que yo haya conocido. Fuimos muy amigos, quiero decir. Era alto, pintón, y con una voz que enamoraba a las mujeres invariablemente. Unos pocos años después se puso de novio con la chica de una famosa publicidad de entonces: una muchacha, unos escarpines, y el vino Crespi a vender.

Mucho tiempo después nos encontramos, por azar, en la playa de San Bernardo. Yo estaba con mi mujer y mi primer hijo, y él con un amigo. Me dio la dirección del hotel donde paraba y una tarde fui a visitarlo. Me mostró la amplia habitación con dos camas, y lo más bello y llamativo: una gran terraza/balcón con vista al mar.

Pasaron años. Una tarde llamó por teléfono y dijo de tomar un café. Nos vimos en el viejo Politeama de Corrientes y Paraná, con sus butacones de cuero y su luz amable, y donde ahora –o hasta hace un tiempo, no sé- hay una horrenda pizzería inundada de luz policial.

Reynaldo dijo que estaba blanqueando con sus amigos, con la gente que quería, su homosexualidad, y que yo era uno de ellos y por eso me había citado, para decírmelo. Estaba arrepentido de no haberlo hecho antes.

- Ya lo sé –dije yo. Lo sé desde hace años.

Me miró sorprendido. Preguntó por qué nunca se lo había dicho. “Porque me parecía que era algo que tenías que hacer vos, como estás haciendo ahora”. Reynaldo era homosexual, no marica; un hombre que gustaba de los hombres sin querer ser mujer, ni siquiera afeminado. Nadie imaginaba su condición y tuvo curiosidad por saber cómo yo me había dado cuenta.

- Cuando en San Bernardo, hace mil años, fui a charlar una tarde con vos, entramos a la habitación y lo primero que hiciste fue decirme en cual cama dormías y en cual dormía tu amigo. Después pasamos a la terraza. Nadie aclara lo que no tiene porqué ser aclarado, salvo que se lo quiera ocultar con una declaración y, paradójicamente, revelándolo, como hiciste conmigo esa tarde.

Reynaldo me miró largo rato. Al fin sonrió.

- Por eso sos el crítico de cine que sos –dijo. Valoro, aún hoy, esas palabras.

(Reynaldo murió de sida a los cincuenta años. Un par de semanas antes me había dicho de cenar juntos –nuestra última cena había sido en un restaurante de San Telmo, donde vivía, entre nosotros y mi mujer de entonces. Hubo una confusión, mía o de él, sobre el día que habíamos acordado. No nos vimos. Él esperó y yo nunca llegué. Después el llamado de su madre diciéndome de su muerte y de los libros que había dejado para mí. Después la íntima certeza de saber que aquélla última invitación era para contarme que se estaba muriendo. Después, qué importa del después)


15 mayo 2020


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