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  • Roberto Pages

EL CAMINO PASCUAL



1 Pascual Montalvo estaba totalmente enamorado de su mujer. Locamente enamorado –hubiese escrito un autor de boleros. Sus amigos de siempre lo llamaban Pascualito y su madre, que había odiado a María Isabel desde el mismo momento en que la conoció, le decía Lito. Asombraba ese empecinamiento en ubicarlo en el lugar de la infancia, como si Pascual se hubiese detenido en aquél momento perdido en el tiempo. Presentó a María Isabel como su novia, pero lo cierto es que ella tenía 36 años, un marido y dos hijas adolescentes. Desde hacía meses se veían dos veces a la semana, las tardes en que ella podía justificar su ausencia en la casa. Una tarde de verano, cuando a la hora del crepúsculo estaba por irse, Pascual dijo: - ¿Por qué no te quedás? Tu marido no está, como todos los veranos está en el extranjero, y tus hijas en la costa, de vacaciones en casa de amigos. María Isabel vaciló pero, al fin, aceptó. Como quizás no podía ser de otra manera, esta decisión pasajera, de verano, terminó siendo definitiva. El marido pataleó un poco y después puso dos condiciones. Él se quedaría a vivir en la casa común, en la zona acomodada de Temperley, y las hijas vivirían con él. Ella accedió porque, además, el departamento de Pascual no era suficiente para vivir todos juntos. Aunque no lo dijeron, y tal vez no lo pensaron o no se atrevieron a pensarlo, era una unión de amantes, de novios, no de matrimonio. De estar uno con el otro, sin interferencias. 2 - Qué le habrá visto semejante minón a Pascual, o qué tenía guardado él que nosotros no conocemos –dijo uno de los amigos con resentida picardía. Fue uno quien lo dijo pero el comentario hablaba por todos. ¿Eran celos por ella, que había elegido a Pascual, o serían celos por él? –me preguntaba yo. Celos del paso que Pascual había dado en su vida, diferenciándose de ellos. En cuanto a la madre, aunque más doloroso para su hijo, se entendía mejor. Otra mujer le sacaba al nene de su lado, un desgarrón que pese a los cuarenta y tantos años de Pascual la mujer no podía soportar. Los novios, en tanto, continuaban con su amor cotidiano. Por las mañanas salían a la misma hora para ir a sus trabajos. Pascual la acompañaba hasta la esquina del colegio de Almagro donde María Isabel daba clases de literatura, después él tomaba un café y una medialuna en el bar de Corrientes y Acuña de Figueroa, leía el diario, y al fin subía al colectivo que lo llevaba al Correo donde dibujaba los motivos con que después imprimirían las estampillas. “Dentro de unos años –pensaba en ocasiones- este trabajo no será otra cosa que una dulce melancolía”. Pascual tenía un secreto que me confiaría años después. Cuando bajaban por el ascensor en las mañanas, él siempre encontraba la manera de trabar la puerta para detenerse unos segundos. Le gustaba ir detrás de María Isabel para verla caminar. Podía entenderse con facilidad. Ella era alta, medía un poco más de un metro y setenta, tenía piernas sólidas y largas, como columnas griegas, coronadas por la redonda perfección de sus caderas y nalgas, y un extenso mar por espalda. Ustedes dirán que Pascual estaba enamorado del culo de su mujer, que era insoslayable para todos, y no tanto de ella, pero no era así. No describía el hecho con las palabras que hubiesen usado sus amigos. - Quedaba literalmente encantado, como en el aire, al verla caminar. Esa forma imperceptible, por natural, de mover ligeramente el cuerpo, desde los pies hasta la cabeza –dijo al contarme el secreto del ascensor. No abrí la boca por no saber qué decir. Entonces, después de una pausa, volvió a hablar. - Un junco ondulante movido por una tenue brisa. Aunque yo nunca vi un junco ondulante y, si me apurás, tampoco sé si alguna vez vi un junco. Es una expresión, bastante cursi por cierto, que leí alguna vez y la repito para dar una idea de lo que quiero decir –dijo, y sonrió. Recordé, entonces, una conversación que habíamos tenido en el pasado. Coincidíamos en que la elegancia no era sólo una cuestión física, había algo insondable que venía de algún lugar profundo y se corporizaba fuera. “Un espíritu”, acordamos a falta de otra palabra. 3 Un día de frío y lluvia, por azar, vi a Pascual sentado en el bar de Corrientes y Mario Bravo. Tenía unos papeles sobre la mesa y una birome en la mano. Entré a saludarlo y, en cuanto me vio, sentí su turbación. Como si lo hubiesen descubierto en algo celosamente oculto, guardó rápidamente los papeles en una carpeta y me ofreció tomar un café. Acepté. Unos minutos después, intrigado, pregunté si estaba trabajando. “Pamplinas” –dijo él. Pascual gustaba del uso de palabras olvidadas. - Nada, garabatos que hago los días en que María Isabel sale más tarde del colegio. Mientras la espero me entretengo con esto. - ¿Dibujos? Me pareció que escribías -dije. Hubo una pausa larga. Me miró a los ojos y los bajó, como si estuviese tomando una decisión que prefería no tomar. - Versos, versitos, garabateo versos sin importancia. Son para mí, ni siquiera se los he mostrado a María Isabel. Pregunté si podía verlos y se resistió. “De ninguna manera”. Ataqué por el lado del orgullo. Algunos hombres, y Pascual era uno de ellos, pueden soportar cualquier cosa pero no que lastimen su lugar personal. El íntimo espacio donde vive lo único que, tal vez, los justifica frente a sí mismos. - Mirá, Pascual. Alguna vez hay que salir a la cancha. La gente está en la tribuna, los jugadores en el túnel y el árbitro ya agarró la pelota. Es el momento en que salís o no salís, no hay otra. La cancha abierta, o el túnel, como un topo. Me mandó al carajo; buena señal, pensé. Al fin, sacó los papeles y me los dio. “No los leas acá, leelos después y me contás”. “Pelotudo”, sonreí y acepté. Esa misma noche leí lo que resultaron ser sus poemas, los que venía escribiendo desde hacía años. Allí estaba el Pascual desconocido por su madre y por sus amigos, y también por mí. Y desconocidos por María Isabel, por decisión suya. - Son buenos, Pascual, muy buenos algunos. Se los tenés que mostrar, tenés que tener confianza en ella –le dije al día siguiente en el mismo bar. Había una velada melancolía en su mirada. Como si en sus ojos se acumulase, en un golpe, todo el tiempo perdido. Le dije que yo, por mi laburo, conocía a unos tipos que sacaban una pequeña revista de poesía cada dos meses. Aseguré, con audacia, que se mostrarían interesados en publicarlos. Pascual se resistió, como yo esperaba. Saqué la sanata de la cancha y el túnel otra vez y, finalmente, lo convencí. La semana siguiente lo presenté en la pequeña editorial, y unos días después le dijeron que publicarían dos poemas suyos en el siguiente número de la revista. Tenía la secreta alegría de un chico tímido al que habían obligado a hacer lo que él deseaba. 4 Seis años después, María Isabel le dijo a Pascual que necesitaba separarse. Él quiso saber si había otro hombre y ella, poniéndole la mano sobre la cabeza, dijo que no. Pascual eligió creerle. Pese al dolor seguía pensando que María Isabel era una mujer honesta. Entendió que no le mentiría, y en los días siguientes, buscando alguna razón, decidió atribuirse la culpabilidad. - En el último año la desatendí; rompí, acaso, el pacto secreto que había entre nosotros. Dejé el Correo, la economía se hizo más inestable, y los poemas y la revista ocuparon mi tiempo y mi atención más de lo que correspondía. Fueron sus últimas palabras antes de entrar en depresión. Volvió a la casa de su madre por pedido de ella y consejo del terapeuta y los amigos. La buena señora se ocuparía de él. Lo había hecho durante muchos años, por qué no podría hacerlo una vez más. Le daría la comida que él no quería comer, le exigiría la fuerza de voluntad que Pascual no poseía, y no olvidaría los horarios del rohypnol. No quiso ver a nadie durante meses. En un par de ocasiones me acerqué a la casa pero la madre repitió la decisión de Pascual. No volví a insistir. 5 Casi un año después recibí un llamado telefónico suyo. - Hoy me pasó algo extraordinario. Me dejó turulato y tengo que contártelo –dijo, como si nos hubiésemos visto el día anterior. Quedamos en el bar de Mario Bravo y Corrientes, ya que había vuelto a vivir en su departamento. En una parrilla de Montevideo y Corrientes –que no sé si todavía existe-, Pascual había tenido un encuentro azaroso con un hombre al que no sabía darle una edad. Me contó la conversación, por cierto inopinada, y agregó que había que escribirla. Yo era, según él, la persona indicada. Dije que el indicado, en todo caso, era él. “Yo escribo versitos, y esto es una historia que exige prosa”. - Yo no soy escritor, Pascual. Escribo en policiales de La Nación, más abajo no se puede estar, ¿hay algo más ridículo? - Al menos tenés el oficio de escribir –sentenció, y sentí que no había más nada que hablar. Escribí este pequeño relato: TABURETE - Todo barrio, y hasta cada edificio, guarda su secreto -dijo el viejito. Giré la cabeza y lo miré. Tenía una edad difícil de precisar, entre cincuenta y ochenta años, una desmesura, y cualquiera de ambas podía ser cierta. Por eso me sorprendí cuando, rápido, mi pensamiento lo colocó en el lugar de viejito. - ¿Me habla a mí? -pregunté para salir de mi propio brete, aunque sabía muy bien que sus palabras me estaban dirigidas. Estaba sentado a mi lado sobre el taburete de una parrilla al paso, en Buenos Aires, por esa zona ahora imprecisa de Corrientes y Montevideo, donde coexisten -no me atrevo a decir conviven- los avejentados parroquianos de Pippo y su carne venida a menos, sus añorados spaghettis, con gente atraída por el complejo teatral que allí se levanta. Clase media, medio pelo. Nuevos ricos con ínfulas, también culturales de ocasión. El viejito comía un bife de chorizo jugoso acompañado por generosas cucharadas de chimichurri pródigo en ajo y picante que echaba sobre una ensalada de cebollas tiernas. Regaba la comida con buen vino tinto que bebía a sorbos lentos y espaciados, como si fuese un ritual. - Sí señor -dijo al fin, sin mirarme. Luego, fijando sus ojos en los míos, agregó con un tono amable que no coincidía con su mirada pertinaz: Sabrá disculpar si me equivoco, pero doble contra sencillo que usted es un hombre al que le gusta que le cuenten historias. Hasta me animaría a pensar que también gusta de contarlas. - Soy periodista -atiné a decir en un tono que pretendía sostener, sospechosamente, lo que el viejito (“y dale con el viejito”, pensé para mí) acababa de afirmar. - Le dije -dijo, y en silencio comenzó a darle vueltas a su copa de vino hasta que, para mi sorpresa o mi incredulidad, abstraído como estaba por el movimiento de su mano, la llevó a la boca para depositar en ella, de un golpe, todo el vino restante. Por un momento lo mantuvo en su boca, aspirando el aire por entre sus labios entreabiertos y, por fin, tragó. - Queso y dulce de batata –pidió una vez terminada la ceremonia, mirándolo al mozo. Intenté reponerme de la fascinación, a la vez un tanto incómoda, que sus palabras y sus gestos habían generado en mí. Reparé en que mi carne, un trozo de vacío espléndido que desmentía su nombre, estaba intacta, y tampoco sabía cuándo la habían depositado en mi plato. Para hacer tiempo, ya que ignoraba cómo seguir la conversación, comí un bocado y dos o tres papas fritas. Me sentía ligeramente molesto, sin saber si debía atribuirlo a la sutil invasión de ese desconocido o a mi propia falta de resistencia para oponerme a sus palabras y también a sus silencios. Sin embargo, para mi sorpresa, terminé preguntando: - ¿Y cuál es el secreto de este lugar? Se tomó unos segundos antes de contestar. - Taburetes, hay taburetes -contestó mientras cortaba un bocado del postre que, vaya a saber porqué, imaginé habitual. - ¿Y con eso? -dije, casi impertinente. La paciencia no me acompañaba esa noche y otra vez no supe discernir si se debía a mi ánimo o a la sospecha, que presumía en aumento, de que el viejito estaba por revelar algo que de algún modo me involucraba. Oí su voz: - Estamos codo con codo, si hubiese estado sentado a una mesa y yo me hubiese acercado a hablarle, de pie frente a usted, no me hubiese hecho caso. Hizo una pausa. Otra más. Opté por callar. Esperé. - Usted estaría inmerso en ese diario que lleva y sólo Dios sabe si enterrado en él, si me permite la metáfora funeraria. Hubiese tenido que levantar la vista para verme como si yo fuese un dios, a la vez yo la hubiese tenido que bajar como si le hablara a un bicho. Sin ofensa se lo digo, espero que comprenda. Acá, en cambio, cuando escuchó mi voz giró la cabeza apenas y se encontró con mis ojos. Es más justo, ¿no cree? Como no supe qué decir, dije: - ¿Quién sabe? El viejito volvió a hablar. - El codo con codo y las miradas a la misma altura nos iguala, nos aproxima aunque no nos hayamos visto nunca. Y quien dice próximo dice prójimo, no sé si está de acuerdo. Asentí con la cabeza. - Es el secreto de este lugar o de cualquier otro parecido. Por eso los hombres y las mujeres que están solos de verdad prefieren los taburetes. Las mesas son para estar acompañado, un amigo, una mujer ocasional, un amor; o para rumiar recuerdos y aventuras del alma. Sino, taburete. Hágame caso. Tomé un sorbo largo de vino mientras esperaba que el viejito terminara de ponerse el sobretodo. Se iba, y eso me trajo una cierta desazón que sentí entre el estómago y el pecho. - ¿Tiene más secretos de la ciudad? -pregunté al fin con ansiedad que hubiese preferido disimular. - Muchos. Hoy, por ejemplo, estaba pensando en uno de los secretos del Parque Chás, ese barrio laberíntico de Buenos Aires donde la gente se pierde, y que descubrí cuando chico. - ¿Cuál es? -insistí. Me sentía como un adolescente atolondrado. - Es tarde. Si quiere se lo cuento un día en que volvamos a encontrarnos -dijo. Me dio la mano y salió. Lo vi atravesar la puerta mientras se acomodaba el sombrero sobre la cabeza. Miré mi plato para seguir comiendo. El vacío estaba frío y la carne había perdido su esplendor. Tomé otro vaso de vino y, luego, después de un tiempo impreciso, me encaminé, lentamente, como si no quisiese llegar, hasta mi departamento de divorciado. Al viejito no volví a verlo. Han pasado años, y cada tanto me pregunto si fue cierto o lo soñé. 6 Hacia fin de año, casi como peludo de regalo de Navidad, murió la madre de Pascual. Hijo único, era el heredero natural. En el velorio, sus antiguos amigos –a lo que ya casi no veía- y parientes maternos le aconsejaron la vuelta al nido. “Sí, claro”, dijo él, sin ganas de hablar con ellos de esa posibilidad. Unos pocos días después puso la casa en venta. En los primeros días de enero, recién comenzado el nuevo año, lo llamaron de la inmobiliaria. Un cliente pedía un descuento del 10% para comprarla en una semana. Pascual ni lo pensó ni negoció. “Sí”, inmediatamente. El comprador era un verdulero italiano, mayorista. - Tiene que entender, señor Pascual, que le pedí descuento porque la casa deja mucho que desear. Muchos lugares están casi abandonados. En realidad, le estoy comprando el terreno para construir otra casa allí. Mi hija mayor está por casarse y ese será mi regalo. Un regalo para toda la vida. “Eso es confianza en el porvenir”, pensó Pascual. Cuando el martillero terminó con los papeles, el italiano sacó de un bolso de nylon que estaba a sus pies, dos fajos de billetes; uno para la inmobiliaria, otro para él. Exigió que la plata fuese contada por ambos delante de sus ojos. “Soldi in mano, culo in terra“. “He aquí un hombre que necesita justificar su avaricia y desconfiado de su decencia” –dijo Pascual para sí mismo. “O las cosas claras y el chocolate espeso” –dijo el dueño de la inmobiliaria. Un mes después estaba instalado en un departamento de la Avenida de Mayo, al lado del Tortoni. Un living rectangular de 7 metros entre la puerta y la ventana, y 4 de ancho. Un dormitorio de 4x3 y doce metros cuadrados más entre el baño y la cocina. En el living puso una mesa de roble, grande, de casi cien años, que le había dejado un amigo por no poder hacerse cargo de ella, y cuatro sillas. Las paredes las hizo pintar de blanco y sólo colgó un cuadro, una foto en blanco y negro de Alfred Hitchcock. Pascual no era fanático del cine. Iba como cualquiera otra persona, cada tanto, pero esa fotografía encontrada en un local mugriento de San Telmo le había atraído sin que él supiese las razones. Lo compró, lo hizo enmarcar y ahí estaba, sobre una de las paredes, como única decoración. - Tiene algo misterioso, y también algo inquietante. Fijate que al fin de un paredón está él, Hichtcock, pero sólo se ve su lado derecho. El pie derecho, la mano derecha, el ojo derecho. El lado izquierdo está oculto, no sabemos nada de él. Hay un tono zumbón, como casi siempre en el gordo, pero también su misterio porque es un tipo dividido en dos. La inquietud aparece cuando vemos el maletín en el suelo, a sus pies. ¿Qué hay en ese maletín? –nos preguntamos inevitablemente. ¿Un guión nuevo, en la línea de Psicosis o Marnie; la corbata de Frenesí con que el protagonista mata mujeres por no matar a la madre? ¿Una bomba, tal vez, que hiciese explotar por el aire todo lo reprimido en su vida, que no en sus películas? No lo sé –decía Pascual-, pero esa intriga, esa inquietud, me atrae. Despierta preguntas. 7 Con parte del dinero por la venta de la casa de su madre, tres meses después, Pascual compró los derechos de la revista de poesía. Pasó a ser el editor y dueño. Ayudé a conectarlo con gente de editoriales que terminaron colocando avisos publicitarios, ya que la tirada y venta eran razonables. Se agregaron pequeñas participaciones de personas que anunciaban sus clases de baile, de música, de formación teatral, talleres literarios y hasta caminos hacia la espiritualidad. Con la venta y esa fauna, Pascual solventaba su austera e introvertida existencia. Lo que importaba –me decía- era seguir escribiendo sus versitos. Envalentonado por la escritura de TABURETE, y porque Pascual abrió una única sección en prosa para que escribiese yo, empecé a usar los frecuentes ratos de ocio en el diario para escribir ficción. Historias amorosas con entresijos violentos, en ocasiones trágicos, que lograban cierta repercusión. También trabajaba como escritor fantasma: peripecias de un fragmento de historia, que yo escribía, y que la editorial unía a otros fragmentos que escribían segundos y terceros ghost-writers (así los llamaban) para la confección de reales o presuntos best-sellers que ocupaban las mesas de las librerías. Recuerdo uno de esos fragmentos porque me fue rechazado. La síntesis propuesta hablaba de un alto ejecutivo de una gran empresa, casado, que recibía la noticia de la muerte de su madre. Aunque español (como la editorial) lo hice trabajar en Nueva York. El tipo desconfiaba de su mujer; pensaba que le era infiel. La muerta había vivido en Connecticut. El ejecutivo viajaba hasta allí, asistía a la cremación, recogía la urna con las cenizas y, ya a punto de regresar, decidía quedarse un día en la ciudad de su madre. Guardaba la urna en un locker de la estación y echaba a andar por la ciudad. Comía una salchicha en la calle, y más tarde, a la hora de la cena, unas ostras y una copa de champagne. Al salir del restaurante, en la calle, una mujer elegante, vista de atrás, le recordó a su mujer. Alta, rubia de peluquería cara, bien vestida, llegó a pensar en que tal vez fuese ella. Se puso a la par con algo de inquietud y la miró. Era igual de atractiva. Imprevistamente, la mujer le hablaba. Era una prostituta de alto nivel que se ofrecía. El ejecutivo pasaba la noche con ella, por la mañana recogía la urna con los restos de su madre y emprendía el regreso a Nueva York. El editor jefe de la editorial lo rechazó. “Demasiado crudo y perverso. La gente quiere emociones pero no que la incomoden… ¡ese trato a su madre!” –dijo, molesto. Pensé: quizás, la historia inventada hace contacto con su propia vida. 8 - Te invito a comer –dijo Pascual por teléfono un mes más tarde. Esta vez no dejo opción: “En la parrilla de Montevideo y Corrientes, la de los taburetes. Temprano, antes de que se llene”. Nos sentamos en los taburetes y pedimos, ambos, un bife de chorizo, una ensalada de lechuga y cebolla y papas fritas. Una botella de vino, el mejor que ofrecía ese lugar un tanto mistongo. - Tuve un encontronazo con María Isabel. Uso esa palabra porque yo salía de la revista y ahí, en la vereda, a dos metros, venía ella. No la veía desde la separación y el cuerpo sintió, no sé si el golpe o la alegría. Lo mismo, es decir no sé qué, le noté a ella en los ojos. ¿Qué te parece si nos sentamos a una mesa? –dijo Pascual. Con la botella de vino en mi mano y Pascual con la panera en la suya quedó sellado el acuerdo. Nos sentamos y me dispuse a escuchar. - Tenía cita con el médico, cerca de allí –dijo. Pregunté si tenía tiempo para un café y, mirando el reloj, otorgó veinte minutos. Fuimos a un bar en Suipacha y Corrientes, un bar curioso: se llama Siglo XXI, estamos a fines del siglo XX y la decoración pretende un pub pituco del siglo XIX, o lo que un argentino entiende por inglés finoli de esa época. Lo del médico era rutina –contestó a mi pregunta. Estaba bien. Le conté lo de la revista, que me había adueñado de ella. Pareció alegrarle. Pascual me contó todo lo hablado después. Lo resumo, sospecho que con cierta intromisión literaria: - Tenía que separarme de vos, necesitaba reencontrarme con lo que había dejado. Al principio fui a lo de mi hermana, con su marido y sus hijos. Al poco tiempo, decidí volver a Temperley. Le alquilé una habitación a una amiga. No era lo ideal pero tenía a mis hijas a pocas cuadras, volví a la escuela donde siempre había enseñado, retomé la rutina del club de tennis, caminé por sus calles. No me quedé mucho tampoco, no por decisión mía, o no solamente. - ¿Volviste con tu marido? –creyó intuir Pascual. - Él murió. A su manera. Sabía que iba a morirse, tenía el corazón destrozado. Sin decir nada a nadie ordenó todo. Hizo testamento a favor de las chicas, sobre todo la casa y una cantidad de dinero. Formó en pocos meses a quien sería su sucesor en el trabajo. Al día siguiente de firmar el último papel frente al notario, murió. Un mes y pico más tarde las chicas me ofrecieron volver a la casa. - Vivís con ellas, supongo. - La menor se casó y anda con ganas de hacerme abuela. - Abuela joven y bella –dijo Pascual. - La otra está de novia, a veces está en casa y otras veces en lo del novio. Igual, las tres nos vemos seguido –dijo María Isabel, como si no hubiese oído el piropo de Pascual, o como si no hubiese querido aventurarse en terreno cenagoso. - Vivís casi sola –afirmó, temerariamente, Pascual. - No. Tengo pareja. - Ah, bien, ¿a qué se dedica tu pareja? Curiosidad, nada más –afirmó él. - Es arqueólogo. - La profesión de tu ex marido –se oyó decir Pascual, sin creer que lo hubiese soltado sin pensar. - Así es –dijo María Isabel. Parece que no puedo desprenderme del planeta Tierra, la necesito. El famoso cable a tierra –sonrió. Las hijas, la casa, el marido, el barrio. Hubo un ligero silencio. Luego, María Isabel puso la palma de su mano sobre la mejilla del hombre que la miraba. - El Cielo me lo hiciste conocer vos, Pascual. “Tenía la mano cálida, como siempre; no como esas mujeres que siempre tienen frío”. Retribuyó el gesto apretando su mano entre la cabeza inclinada y el hombro. Después dijo: - Dijiste veinte minutos y ya pasó media hora. Llegarás tarde al médico. - Dije veinte minutos por si nos sentíamos incómodos. Tengo media hora más. Charlaron, recordaron, rieron. A la hora de irse, Pascual decidió quedarse un rato más en el bar. Se besaron en las mejillas y él la vio atravesar la puerta, lentamente: “Vuelve al trajín del siglo XX. El siglo XXI está a la vuelta de la esquina pero aún es futuro. ¿Cuál de ellos dos había pasado una hora en el siglo XIX?” - Te hizo bien verla –aseguré. - Sí, me alegró –dijo Pascual. - Y estuvieron sentados a una mesa, como corresponde. Pascual me miró sin entender. - Digo que las mesas son para las historias de amor, para charlas con amigos, o para rumiar soledades, que no es el caso. Sonrió. “Tenés razón”. Hubo un silencio largo. Lo rompí diciendo: - Está todo bien. - ¿Por qué lo decís? –preguntó Pascual. - Esperamos la comida, hablamos y, mientras, yo sirvo vino y comemos pan. Pensalo. Llegaron los bifes de chorizo, la ensalada y las papas fritas. Todo tenía buena pinta y nos volcamos sobre los platos. Pascual, después de dos bocados, levantó los ojos y me miró. Cortó otro trozo de carne, comió, y agarró una papa frita con la mano que quedó en el aire. Volvió a mirarme. - Pensado está, y está bien –dijo, y los labios dibujaron una sonrisa ligera. Me tocaba a mí. Lechuga, cebolla, luego una tanda de papas fritas, y al fin un bocado de carne jugosa. Durante la ceremonia espiaba a Pascual por encima de los anteojos. Más que en la comida, en ese momento parecía pensar en lo que había dicho. - ¡Está muy bien! ¡Muy bien! –dijo por fin, riendo sin inhibiciones, llevando el vaso de vino a la boca.


6 mayo 2020



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