ROBERTO PAGES
Esta sección atiende dos posibilidades. Re-ver artículos escritos en el pasado, sin tocar una coma, y revisar otros un tanto avergonzado. Entre unos y otros apunta a que el lector se pueda o se vuelva a interesar por asuntos olvidados. Dijo Walter Hill una vez, en la contratapa del disco de Calles de fuego, que él no aspiraba a decir cosas nuevas sino a recordar algunas otras que estaban perdidas. Me dice el ego, en cuanto a las mías, que serán más las que no tendrán cambio alguno, ni en el texto ni en mi consideración de ellas, pero prometo que alguna habrá de las demás.
Este artículo se publicó en La Vereda de Enfrente de papel en los años noventa. Re-vista o releída (después de tantos años) debo decir que no tengo nada que tocar. Me sigue gustando. Espero que les pase lo mismo, y no dejen de ver French Kiss.
CANADA
Inglés más francés suman Canadá. El inglés es norteamericano y el francés, visto por una norteamericana, es París. Empezamos mal. Canadá es otra cosa: ¿qué es Canadá? Seguro, un manojo de consumismo yanqui (Meg Ryan haciendo un curso para perder el miedo al avión), pero ¿es eso Canadá?
Canadá, para el no canadiense, es una mixtura. Dos lenguas. Sobre todo, un vasto territorio desconocido. ¿La cultura canadiense es inglesa? ¿O francesa? Ya sabemos: Norman McLaren es -¿era?- canadiense: titulaba sus films en ambos idiomas. Cronenberg también. Digo: también es canadiense. Ahora apareció Atom Egoyan, un canadiense de origen armenio. Pero son signos de una cultura ciudadana. Entonces, ¿qué es Canadá?
Ah, los grandes lagos canadienses, los bosques de Canadá, los osos… Misterio. Vastedad y misterio. El Gran Territorio Desconocido.
Para Meg Ryan, en cambio, sin dudas Francia es París. La Torre Eiffel. El Arco de Triunfo. El problema es que París se transforma en el lugar en que su inminente marido ha decidido enamorarse… de una francesa de París. Y el Arco de Triunfo es el marco de su llanto derrotado. ¿Se puede ver La Torre Eiffel sin amor, o peor, con amor traicionado? Más: ¿Se puede ver la Torre Eifell con los ojos de una futura ama de casa, estructurada sobre la “normalidad”? Por cierto, no Meg Ryan después de la “traición” de su casi marido. La tiene detrás suyo en un taxi donde pelea por lo que considera propio; está a sus espaldas, iluminada, mientras camina cabizbaja, y se apaga (La Torre) cuando ella se da vuelta. La Torre es una ilusión reflejada en un vidrio, como ilusión de amor es su casamiento (yunta social, de hábito cultural). La Torre Eiffel existe de lejos: en los folletos turísticos del turista accidental, en la imaginación, en el deseo. O cuando se abandona París, desde el tren, enmarcada por la ventana del vagón (¿una pantalla de cine?). Sólo es bella la Torre después de un beso de amor en la oscuridad de la noche: entresueños, Meg cree besar a su ex (viejo y perdido amor) cuando besa a Kline, amor encontrado en otro (“y es amor, corazón, que regresa, y hay que darse al amor otra vez”, escribió Homero Expósito).
Kevin Kline, en cambio, no tiene conflictos de identidad. Toronto es una ciudad canadiense donde robar un collar de Cartier. París es otra ciudad, francesa, para recuperar el collar y seguir robando si es necesario. El collar es un pasaje a la Provenza francesa, donde concreta su amor con Meg y su amor por los vinos artesanales.
Ah, la Provenza, la luz de la Provenza, sus viñedos, sus árboles, el vino, la comida, el amor paternal. Louis Armstrong (norteamericano) canta La vie en rose. Kline, que hace de francés pero es norteamericano, canta La mer, inmortalizada por Charles Trenet. ¿Hay algo más ajeno para un citadino de fin de milenio que la Provenza? Meg, partiendo de la ciudad, ha llegado –y Kevin ha reencontrado- su lugar de misterio y de aventura (como el amor), al paisaje vasto, al otro Gran Territorio Desconocido.
Es decir, a Canadá.
(Lawrence Kasdan, por cómo filma y por lo que filma –en estos tiempos-, es canadiense. Está en otro lugar).