Los tres primeros días de la semana, antes de las funciones privadas para cronistas de cine, algunos de éstos –casi siempre los mismos- se reunían para almorzar en un pequeño bodegón de la calle Ayacucho, casi esquina Lavalle. Epicentro de la mayoría de las distribuidoras cinematográficas, tierra de tiburones anfibios. Corrían los años ochenta y en ocasiones, una vez por semana, cada diez días, me sumaba a esos encuentros.
Un mediodía, al llegar, estaban hablando de fútbol. Participé de la charla sin problemas; no tanto de las bromas que se gastaban unos a otros según los resultados del domingo anterior y de mil domingos más, y pedí algo para comer. A mi izquierda estaba, creo, el cronista de Crónica, y a la izquierda de éste la secretaria de la Asociación de Cronistas Cinematográficos. Decían los veteranos que había sido, de joven, una belleza deslumbrante. Se le atribuían todos los accidentes vehiculares de la calle Maipú, y también los encontronazos de los peatones por mirar hacia atrás, por donde ella iba dejando su estela. No era difícil de creer porque, a los cuarenta largos, seguía siendo una bella mujer. Muy bella y muy histérica –estaba por escribir pero, me doy cuenta, no tiene nada que ver con el asunto que paso a contar.
Ella volcó la cabeza sobre su plato para eludir el corpachón de quien se interponía entre nosotros, me miró y dijo: “No me digas que te gusta el fútbol, Roberto”. “Sí, y mucho” –dije.
- ¡No puedo creerlo!
- ¿Por qué no? –dije.
- ¡Vos sos tan intelectual! –sostuvo con énfasis.
Me agrandé. “También lo jugué. A los quince años me llamaron de Boca dos veces, y un tiempo después de Atlanta. Gente que me había visto jugar. No fui nunca, ya me habían picado el cine y los libros y lo dejé pasar. Quizás, también hubo miedo. No sé. Así que más que intelectual, tarambana. Podría haber ganado mucha guita y aquí estoy, con un salario modesto y un frecuente enojo de los dueños de los diarios y de las revistas”.
Fue el estigma que cargó Osvaldo Soriano toda su vida, frente a la Academia literaria que siempre ejerce el poder de policía (Sarlo, Pauls, otros; esa clase de bichos sin alma, pura cabeza y no siempre la mejor, que ríanse del covid19). Fontanarrosa lo tuvo más aliviado porque él ayudó, y la época lo ayudó a él, a poner de moda, incluso, que los escritores gustasen y escribiesen de fútbol. Tanto que se dio un fenómeno curioso como contrapartida: jugadores de fútbol puestos a escribir (Valdano, por ejemplo). Debo decir, ahora, que de lo mejor que he leído sobre usos y costumbres de la argentinidad, con sus alucinaciones, sus amarguras y sus penosas justificaciones históricas, lo ha escrito Juan Sasturain -¿otro intelectual?- en La Patria Transpirada, ya desde el título un hallazgo.
***
Habrá sido hace unos diez años, uno menos o uno más. Yo paraba, momentáneamente, en un departamento de la calle Tucumán. No había internet y, entonces, caminaba hasta Corrientes y Suipacha donde había un kiosco y locutorio. La segunda vez, cuando me acerqué para pagar al lugar de las golosinas bajo el mostrador, donde estaba el encargado, un muchacho joven y simpático me preguntó si yo era escritor.
- Soy crítico de cine, he escrito algunos cuentos, un par de novelas.
- Hubiese apostado lo que no tengo –dijo. Ayer, cuando se fue, me dije que si volvía se lo iba a preguntar. Y tuve razón. Tiene la pinta, el aire de ser escritor.
- ¿Eso es bueno o malo? –pregunté.
- ¡Bueno! según lo veo yo…
- El joven tiene razón. Se nota al verte que tú eres un intelectual –dijo una mujer salida de no sé donde.
- Quizás me tenga que empezar a preocupar –dije yo. Ella rió.
Era una hermana latinoamericana de la patria grande. No muy alta, hermosa, con grandes ojos verdes y el pelo una llamarada.
- ¿Y tú de dónde eres? –pregunté, acomodando los tiempos verbales.
Era colombiana, estaba por unos días en Buenos Aires para un congreso sudamericano sobre ciencias de la educación. Rechazó mi invitación a tomar un café porque en un rato comenzaban las actividades del día y esa tarde le tocaba a ella exponer su trabajo.
- Pero mañana estaré en mi hotel hasta las cinco de la tarde. Si quieres nos encontramos allí –dijo, dándome una tarjeta con la dirección y el teléfono del hotel.
Fui. Aunque no me ha sido dado el don de aprender por medio de ensayos y teorías, casi siempre he tenido curiosidad por los trabajos prácticos.
***
1982 fue el año en que viví como un eremita. Casi. Un muchacho de 22 años, colaborador de Convicción, me ofreció escribir un guión sobre unas pocas páginas que él había garabateado como borrador. La historia de un tipo obligado a ocultarse por la persecución de los militares que todavía estaban en el poder. Todo se reducía a insultarlos dos o tres veces por página y otras tantas donde el protagonista se acostaba, y no para dormir, con alguna señorita. Sin matices ni complejidades. No me atraía, dije, pero sí la idea del tipo perseguido en la ciudad. Si él aceptaba podíamos trabajar juntos sobre ese punto de partida –propuse. Aceptó. 15 días después tiró la toalla. “No puedo seguirte el tren, tomó una dirección que lo hace un asunto más para vos que para mí. Escribilo vos”. Lo dijo con generosidad, sin ninguna molestia, ningún rencor. Así fue cómo llegué a mi vida de anacoreta. Que después repetiría varias veces en mi vida, sobre todo con una de mis novelas.
Escribía un poco por las mañanas, luego iba al diario, donde escribía mucho sobre cine, y volvía para seguir con la escritura del guión. Los domingos por la mañana temprano iba a comprar facturas a la panadería histórica de Corrientes entre Río Bamba y Callao, La sonámbula (a mis 17 años, recuerdo ahora mientras escribo, una madrugada pedí que me dejasen pasar a la cuadra donde amasaban y horneaban el pan, llevado por el olor), volvía al departamento y ya no salía durante todo el día y tampoco el lunes, mis dos días de franco. Por las noches, a veces, salía para comer una pizza entera y solitaria después de escribir durante horas. 9 meses. Embarazo y parto como mandan las reglas. La criatura se llamó Sol Negro.
Pero, antes, un sábado de insoportable calor me fui a Tiempo Argentino (había cambiado de diario y de barrio y acaso de vida) apenas pasado el mediodía. “Al menos hay refrigeración antártica, lo que necesito ahora”. El hombre propone.
Salí por la entonces Cangallo, doblé por Junín y era como si hubiesen tirado la neutrónica. Sesenta metros más adelante había una sobreviviente. Una mujer joven caminaba lentamente, cercana al cordón. El pelo, negrísimo y abundante, llegaba hasta casi su cintura. Un imán. Me puse a la par y le pregunté qué hacía por la calle y con ese calor.
- ¿Y a vos qué te parece? –dijo, risueña y generosa con mi estupidez.
Fuimos a mi casa. Fuimos a la cama. Después se levantó y fue al baño. Al volver, mientras se echaba desnuda sobre la cama otra vez, dijo:
- ¿Vos sos un intelectual, no?
- ¿De dónde sacás eso? –dije.
- Usás anteojos.
- Porque soy miope.
- Y tenés dos libros sobre la mesa del comedor.
Sonreí.
- Y porque sos amable, me tratás bien.
No quise defraudarla y callé. No quise decirle de algunos intelectuales que yo conocía, y me alegró que su experiencia hubiese sido la que ella ponía en palabras con inocencia y juventud.
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