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RALPH PAPPIER, EL OLVIDADO

(De como un chino, Homero Manzi y Hugo del Carril pensaron un  cine nacional).

“Ralph era culto, elegante, solidario y chino” – José Martínez Suarez.

                        Para Marcelito Tangir  

Por ALDO DEFELIPE
Ralph Pappier dejó caer sus ojos sobre la última línea de dialogo. “No fue una cuerda, fue mi alma…”, leyó para sí.  Entonces aflojó su mano derecha y las últimas páginas del guión se cerraron sobre la palabra  FIN. Levantó la vista y miró a Manzi que esperaba, ansioso, del otro lado de la mesa. No pudo ocultar su júbilo, y a las mejillas coloradas por el balde de whisky que le habían servido, sumó el aliento que había dejado contenido durante las últimas dos hojas: “Es pura emoción, Manzi…”, dijo y cerró de un golpe el grueso volumen del guión de tapas celestes.  En la portada se leía: El Ultimo Payador, Guión de Homero Manzi.
Al mediodía, El Ateneo bullía como una colmena. Mucha oficina, mucho abogado y doctor, mucha cita  clandestina y de apuro, mozos que iban y venían, bandejas que cortaban el aire, ruido de loza y vidrios; el sol atrapando el humo de los cigarrillos a través de los grandes ventanales.  Pero el reducto de La Barra del Ateneo conservaba su silencioso altar en un rincón, sobre Carlos Pellegrini, cerca de los reservados. Allí habían fundado un sueño, Muiño, Allipi, Demare, Petrone, Pappier, el propio Manzi (que ahora se limpiaba las lágrimas, ante la admiración del amigo) ese sueño se llamó Artistas Argentinos Asociados. “Vos sabes que es tu mejor trabajo, no?”, preguntó Pappier, deslizando el libro hacia Manzi. Homero estiró una sonrisa forzada. Las últimas jornadas en el Instituto del Diagnóstico solo habían agregado flaccidez a sus rasgos, aumentado las ojeras y nublado los pronósticos. Apoyó sus dos manos sobre las tapas celestes, “A lo mejor, es el último…”, suspiró. Pappier acusó el golpe, pero hizo gala de una de sus máximas (“Siempre hay que trabajar por acumulación”), movió el balde de whisky sin perder de vista a su amigo, “Cómo el último y Watson Hutton?. Y Alumni? Y la vida de Newbery…?” Puso una de sus manos sobre el antebrazo de Manzi, experimentó el resquemor de aquella extremidad huesuda bajo las ropas, las manos blancas, el óseo contorno de los dedos. Manzi pareció volver a la vida,  ladeó la cabeza como lo hacía siempre,  estirando  una de sus comisuras y desbalanceando el perfecto corte de su barba candado. “Eso ya está… Ayer hablé con Rigaud, con George Rigaud, lo conocés, no…?”. “El de La Trampa,  la película de Christansen…”, lo interrumpió Pappier.  Manzi asintió, “Quiero que sea tu Alexander Watson Hutton, para Escuela de Campeones,  qué te parece?...” Tras la luna del vaso de whisky  la cara de Pappier se iluminó, “Es un golazo,  Manzi”. Por primera vez desde que había llegado, Manzi tomó un sorbo del café que había pedido. “También quiero que sea Newbery, pero para eso habrá que tener paciencia…” Pappier se recostó en la silla. “Si de algo sabemos los chinos es de paciencia.”, dijo regocijado, y Manzi supo que tenía razón. Lo volvió a ver, de pronto, como a ese tipo laborioso que había conocido en los estudios Pampa Films,  a donde llegó porque alguien le había comentado que necesitaban un escenógrafo. Y era chino, nomás. Había nacido en Shangai en 1914, hijo de una irlandesa y de un comerciante alemán. El arte, en general, siempre había sido lo suyo, especialmente el dibujo y la pintura. Recaló con su familia en Francia, más precisamente en París, cuando a la patria de su padre llegó el nazismo y la crisis de posguerra fulminó los negocios de su progenitor.  Estudió pintura en París, mientras vendía sus primeros cuadros en la calle, a los turistas. Más tarde dibujó decorados para restaurantes y locales nocturnos,  hasta que también allí la situación se tornó insostenible. Llegó a la Argentina tratando de imponer un sistema de rayos x con el que había experimentado en Francia, para descubrir pinturas falsificadas. Pero terminó trabajando en un estudio de arquitectura al lado mismo de Pampa Films.
“Confieso que me resulta raro verlo a Pascual (Contursi) como un agitador, un revolucionario, pero…”, dijo Pappier, volviendo a apoyarse en la mesa. “Licencias, poéticas, históricas; como quieras. Shakespeare decía: “La verdad puede matar un buen relato”. Pappier asintió, “Y algo sabía del asunto, el fulano…” Manzi se acomodó en la silla, preguntó la hora y pidió otro café. “No lo veo como revolucionario a Contursi, que a su modo lo fue, poéticamente hablando, lo veo como el reverso del personaje de Betinotti. Pascual es el tiempo que llega, Betinotti el que se va. Pero ninguno de los dos lo sabe. Pascual abre y cierra el relato. Es el tipo que ve el futuro, lo nuevo que llega… Viste aquello de: nos morimos cuando empezamos a quedarnos solos… Pappier entrecerró los ojos y asintió lentamente. Temió preguntar, pero tenía la duda atragantada desde que leyó el guión: “Las fechas no coinciden, entonces…”, afirmó y apoyó los codos sobre la mesa cruzando los bazos. “Es verdá”, asintió Manzi “Mi Noche Triste se estrenó un año después de la muerte de Betinotti, pero esa es la licencia… El drama de ese hombre es que se sabe en el final de su vida, porque los cantores de la legua, los payadores, ya murieron. Ahora el cantor se gana la vida cantando tangos. No hay que improvisar, hay un autor que escribe la letra.” Sin dejar de mirar a su amigo, Pappier extrajo un block de hojas blancas de entre sus cosas y empezó a garabatear dibujos. Momentos después había ante Manzi plantillas de todos los decorados que, por lo menos él, había imaginado para la película. Parecía estar todo en su cabeza: funcionalidad, interés dramático, disponibilidad técnica y económica. Se asombró, como aquella vez para Pobre mi Madre Querida (1948), reprodujo en decorados el Velódromo de Palermo y aquel corralón con vivienda de dos plantas, que era la casa de los protagonistas. O la otra, cuando mientras esperaba que llegaran los equipos de Buenos Aires imaginó y bosquejó, entre los decorados armados en Catamarca para La Guerra Gaucha (1942), las escenas de la película entera.  
Pero no cabía el asombro. Si Gori Muñoz había aportado calidad  acústica al cine con sus decorados semicirculares, Pappier había inaugurado la funcionalidad de los escenarios. Pero había algo más, algo que lo convertía en un completo artista de lo visual: Conocía los rudimentos de los trucos ópticos (matte, perspectivas forzadas, miniaturas) que, con la ayuda del también importado camarógrafo Bob Roberts, lo llevó a crear el primer departamento de efectos especiales del Cine Nacional, trabajando ya entonces en los Estudios San Miguel. Manzi había quedado asombrado cuando, en ocasión del estreno de La Honra de los Hombres (1946) de Carlos Schlieper, había asistido a la total recreación de un pueblo portuario (con sus montañas, bahías y acantilados) donde no lo había (trucajes ópticos) y a la tormenta marina que azota el pueblo, totalmente realizada en miniaturas. En una pausa de los dibujos Pappier se excusó, “Para el circo de Frank Brown dejame estudiar un poco más…” Manzi barajaba los dibujos, claros, precisos. “Vas a tener que volver a dirigir vos…”, murmuró, sin levantar la vista de las hojas. Pappier lo miró, parpadeando. “No estoy para jornadas de diez horas de filmación, apenas me da el cuero para escribir y poco más”, se excusó Homero. Pappier pareció despabilarse, lo miró intrigado, “Betinotti es…” “Hugo, quién más. Ya me dio el sí. Dijo que si la partenaire era Aida Luz se daba por bien pagado,  quería que nos encontráramos acá, pero…”, Manzi volvió a preguntar la hora y terminó el café. “Le pedí que llegara temprano. Ya tendría que estar en Palermo, tengo fija en la segunda de la tarde.”, agregó. Pappier abandonó los lápices, se aflojó y pidió otro balde de whisky. Un Packard negro, largo como un paredón, atravesó la calle marchando paralelo a los ventanales, de entre el humo del escape y la muchedumbre emergió Hugo del Carril, sujetándose el ala del sombrero echado sobre sus hombros el poncho marrón. Ejecutó algunos saludos en la vereda con transeúntes que lo reconocieron. Entró, sorteó las mesas y sonrió iluminando el salón. “Barba…” dijo mirando a Manzi y quitándose el sombrero con un preciso movimiento de la mano. “Acá está nuestro cantor, ocupado siempre en las cosas importantes”, elogió Manzi. Pappier saludó con la mano. Hugo ocupó la silla vacía entre ellos y los miró severo: “Si las cosas importantes son discutir con Canaro lo que me debe SADAIC, le dejo las cosas importantes a otro…”, bufó. “Qué agarrado es ese viejo…” se divirtió Manzi. Pappier sonrió moviendo la cabeza. “Pero mirá que lo quiero, eh…”, se atajó Hugo, “Cuando vas a ser presidente vos de SADAIC?”,preguntó,  llamando al mozo. Manzi lo miró divertido: “El año que viene, el año que viene, Hugo…”, prometió. Pappier lo miró, “Seguro también te va a dar el cuero para éso, Manzi”, dijo, agradecido, de que los colores habían vuelto a la cara de su amigo.

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LAURA BETTI AL TELÉFONO

(Detalles de una hermosa amistad, un partido de futbol y dos egos contrariados)

Por ALDO DEFELIPE

“Todavía estás ahí…?”, preguntó Laura Betti. Entonces advirtió que los cigarrillos negros habían quedado muy lejos. Allá, en la mesita de guindo, lejos de la discusión febril y de sus manos transpiradas sosteniendo el auricular. Quería sobreponerse al silencio de la línea, pero la ansiedad le ganaba. Su interlocutor respiraba muy cerca del micrófono, le parecía estar viéndolo (los pesados anteojos echados hacia adelante, mientras masajeaba con el pulgar y el índice los lagrimales de sus ojos cansados).

Pasolini carraspeó antes de contestar: “¿A dónde iría?, era de esperar que ya estuviese en Roma, pero en Cinecittá nada está listo. No estaríamos hablando, entonces…


“Te habría llamado igual…”, retrucó ella. Quería provocarlo.


“Como cada día de esta semana, Laura… Pero si no considero tu propuesta estando aquí, a cien kilómetros de Parma; imagínate estando en Roma…”


Ella recogió las piernas sobre el sillón. Esperaba su tirantez, sabía que no sería fácil, pero todavía guardaba una carta en la manga. Sergio Citti la había llamado la noche anterior. Había conseguido las once camisetas del Bologna. Cuando Pier Paolo viera los colores de su equipo, la mitad del trabajo estaría concluida.


“Sergio me mostró las camisetas, están hermosas.”, casi deletreó Pasolini, pero sin poder ocultar la alegría de haberle aguado la sorpresa. Ella arrojó el auricular con un aullido y saltó hasta la mesita de guindo. Envuelta en una nube blanca volvió al teléfono. “Todavía estás ahí?”, preguntó él, risueño.


“Porco!!!! Como un puto matrimonio. Ustedes se cuentan todo…” Por detrás de la risa de él (le encantaba oirlo reír; hacerlo reír, también) le parecía escuchar una melodía conocida.

La comunicación traía ruidos desde Mantua, desde aquel hotel donde el elenco de Saló, o las 120 jornadas de Sodoma había sentado campamento. Carraspeos eléctricos, apuntes telegráficos, contrapuntos rítmicos y la voz de una soprano. Aquello que se dejaba intuir era el Aria de Las Flores, de la ópera Lakmé de Delibes. No pudo evitar pronunciarse:


“Estás acompañado…”


“No voy a contestar…”


“No es una pregunta.”


“Tampoco…” Otro silencio sobre el dueto susurrado de la ópera. “No insistas, Laura. Él tampoco quiere verme. Su corazón pequeño burgués debe estar contrariado todavía.


La idea de un partido de futbol, que reuniera a los elencos de Novecento y Saló (que se filmaban simultáneamente en las afueras de Parma y en Mantua), para celebrar el cumpleaños de Bertolucci, fue exclusiva obra suya. Se había asumido, sin que nadie se lo pidiera, como enlace de los amigos separados; una celestina que ahora veía naufragar sus intenciones. Bertolucci era un cinéfilo herido por su maestro. Pasolini, el mentor que no admitía errores en el camino de quien, consideraba él, un sucesor. Italia se movía en derredor de Pasolini de manera vertiginosa y Laura que lo “arropaba” siempre que podía, asistía a aquella sucesión interminable de luchas internas (y externas) de su amigo, con la inquietud de quien se sabe cada vez más sola en la contienda. Si ahora mismo, las comparaciones que establecían los cronistas de espectáculos entre una producción y la otra (ambas bajo la égida de Alberto Grimaldi), hacían notar los diferentes presupuestos, el elenco de estrellas internacionales del film de Bertolucci, al lado de la más modesta propuesta Pasoliniana, secreta, afincada al amparo de sus permanentes escándalos con el mundillo cultural y político. Abjurando de su última trilogía vital y libertina, Pier Paolo mascullaba el resentimiento con su época amasando un oscuro plato donde resonaban Sade, Barthes y la oscura memoria de la República Fascista de Saló.


En su momento ella también se había molestado con Bertolucci, cuando su pequeña intervención en Último Tango en París no sobrevivió al montaje final. Pero ahora estaba deslumbrada. Bertolucci era un niño desenfadado y genial, un creador dispuesto a tomarse un año para filmar su épica. Alguien que había cerrado tras de sí la puerta a esa Italia despiadada, pero que sin embargo quería hablar de ella, de otro tiempo luminoso donde todavía podía respirarse la esperanza. Él ya no recordaba aquella critica de su maestro, respecto del carácter “pequeño burgués” de su fábula intimista coreografiada por Marlon Brando. A Laura le constaba que habían existido cartas en medio. Remezones de ida y vuelta, encuentros prometidos que nunca se había concretado.


“La nuestra es una épica proletaria, Laura. La de ustedes, una de burgueses con sombrero.”, dijo Pasolini, trayéndola de vuelta a su contienda auto impuesta. Ella dejó escapar el humo, resignada ya al fracaso de su empresa. Hubiese querido tenerlo cerca para gritarle, escupirle su falsa postura de esfinge cultural (de la que siempre abjuraba, por otra parte), su soledad cercada, esa “intemperie” social que iba minándolo día a día… Pero él habló primero: “Sin embargo, necesitamos un lateral.”, meditó. “Uno que habilite las pelotas para marcar todos los goles posibles…” La cara de ella se iluminó, habría querido besarlo de pronto. Sintió que, aun a la distancia, seguía jugando con ella.


“Caro…” arrancó, pero él no le permitió continuar.


“Solo a mi madre y a ti no puedo negarles nada.”


Los días siguientes, hasta el domingo, fueron un sube y baja de sensaciones. La escena de la muerte del chico en el granero no acababa nunca. Donald Sutherland terminó bloqueado en la repetición número diez (“Tendré que hacer terapia veinte años luego de esto…”, rezongaba). El rumor de que Claire, la esposa de Bertolucci, filmaría en Súper 8 el encuentro del domingo le produjo a Laura acidez estomacal. Los equipos estaban armados para el viernes y Gitt Magrini, la vestuarista, apareció durante la cena con las camisetas, en color morado y la leyenda Novecento cruzada en diagonal sobre el pecho. “Pedido expreso de Bernardo.”, clamó, exhibiéndolas ante la concurrencia.


Mientras iba junto a Bertolucci a recibir el micro ese domingo, llevaba las manos enlazadas, como siempre que estaba nerviosa. Como en rezo, apretados los dedos helados, porque la primavera recién llegada parecía no ser bienvenida; y había abrigos y gorros, alientos con vapor y recuerdos de agua nieve. Se abrazaron los amigos en la puerta del micro y ella suspiró agradecida, llegaron, copa en mano, abrazados hasta los vestuarios. Allí Pasolini se enteró de que Bertolucci no jugaría, oficiaría de técnico. Sonrió de costado y junto a su squadra partieron a cambiarse. Los Novecento quedaron admirados durante el corto entrenamiento de los adversarios. Había caras largas en el plantel de Bernardo, que no bien promediando el primer tiempo vio confirmados los temores de todos; Los Centoveinti iban arriba dos goles en el score. Ambos goles con dos impecables asistencias del lateral, que subía y bajaba, mientras Laura seguía sus evoluciones a la par de la línea blanca. Tras los rostros serios de los locales se cocinaba una trampa que Bertolucci había masticado previendo situaciones así. Entre los jugadores del plantel (compuesto en general por técnicos de segunda y tercera línea del film) el técnico infiltró dos jóvenes de la tercera del Parma. Una odiosa lesión inesperada sacó del partido al ilustre lateral, que masculló bronca asistido por Laura. Desbalanceado el juego con el aporte secreto de los integrantes del Parma, todo fue tristeza para los Centoveinti, que vieron desbarrancar el encuentro hacia un calamitoso 5 a 2.


Ella lo miraba seria, previendo alguna recriminación. Pero Pasolini fue a bañarse, a la espera de la gran torta blanca (con la inscripción TRENTA QUATTRO) y serena expectativa. Buscó entre los rostros a los misteriosos jugadores del Novecento, que su pasión futbolera reconoció inmediatamente. Uno de ellos era un joven Carlo Ancelotti. Entonces, luego de arrancar un trozo de torta con sus manos y engullirlo, señaló al agasajado acusándolo de hacer trampa. Pero Bertolucci festejaba con su equipo. Hizo traer unas botellas de Don Perignon y colmó con ellas la copa de la victoria.


Pasolini miró a su amiga Laura, que había vuelto a juntar las manos, con la expresión desafiante de quien anticipa las jugadas: “Laura, no puede esperarse otra cosa de burgueses con sombrero…”, dijo, terminándose la crema de entre los dedos.

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JOHNNIE, EL ADORABLE REVOLTOSO.

Apuntes novelados y fílmicos del film Sospecha, de Alfred Hitchcock
Aldo Defelipe. (2020)

La novela inglesa de misterio estaba prácticamente muerta a fines de los años 20. Aquella tríada de autores que la habían hecho famosa: Christie, Berkeley y Sayers, lo intuían. Demasiados mayordomos homicidas, demasiados misterios a develar en suntuosas mansiones victorianas, y el 221 B de Baker Street con cartel de alquiler. Había que renovar el género y fue uno de los apuntados, Anthony Berkeley, quien lo advirtió. Escribió Before the Fact (Antes del Hecho, toda una declaración de principios), con el seudónimo Francis Iles, en 1932. Una novela que ponía patas para arriba la lógica del género, anunciando en las primeras páginas aquello que antes era menester encontrar en el final: “Algunas mujeres dan a luz asesinos, otras se acuestan con éstos. Lina Aysgarth llevaba casi ocho años de convivencia con su marido cuando advirtió que estaba casada con un asesino”. Listo, todo estaba dicho. Ese Johnnie fascinante y vividor del que Lina se enamora perdidamente  (cuando ya se suponía soltera de por vida), se revela como un asesino y ella continua amándolo aun sabiendo que será la próxima víctima. Lo psicológico imponiéndose en la trama, donde antes reinaba la fría intuición matemática. El éxito de la novela propició la compra de los derechos por parte de RKO en 1935, pero varios intentos fallidos de llevarla a la pantalla la mantuvieron en suspenso. Fue el productor Walter Wanger quien consiguió de Selznick la sesión a préstamo de Alfred Hitchcock, y el 10 de febrero de 1941 las cámaras empezaron a rodar. Johnnie era un personaje ajustado a las intenciones del director, que muy rápidamente eligió seguir los caminos de la novela original. Lo fascinaban la posibilidades de ese demonio encantador y abusivo, libertino y amoral. También aquella ingenua y enamorada Lina, capaz de caminar al cadalso por amor. Pero los productores tenían otras intenciones. Las comedias blancas (La Adorable Revoltosa, Historia de Filadelfia) habían sido hasta entonces el camino de ascenso para Cary Grant, y no estaba bien que resultara un asesino a los ojos del público. Aquella renovación en las letras que eludía el enigma a resolver,  y sería la marca registrada del director inglés (todas las cartas sobre la mesa), encontraba en el sistema de estrellas propio de Hollywood un escollo, al parecer, insalvable. Hitchcock no se amilanó y sustituyó la certeza por la ambigüedad, en Grant. La hermosa Joan Fontaine posa pues como desquiciada ante la Sospecha (tal el título del film, al que Hitch pretendía titular simplemente, Johnnie) de las oscuras intenciones de su esposo. Como le refiere a Truffaut en aquel célebre libro, Hitchcock se reservaba un final acorde a sus intenciones. La famosa escena del vaso de leche era el andamio visual sobre el que pretendía arribar a un cierre sin dudas. Persistió el “juego de prestidigitación” (el vaso de leche), pero debió filmar un final alternativo donde Johnnie se revela como un “niño grande”, un haragán que no sabe ganarse la vida; pero encantador. Salvo por una cosa. Un detalle apenas. Ese plano de los dos, de espaldas, regresando a casa en el auto, mientras él “cobija” con su brazo a Lina, prefigura (“estar de espaldas a cámara es como estarlo ante el mundo”) nuevas y futuras angustias.

Invitados: Sobre nosotros
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MUNDIAL 74 (EL AUTITO VOLADOR)

14 ABRIL 2020

Por Pablo Ventura

Los recuerdos de mi primer mundial son vagos e imprecisos, sobre todo lo referente a los partidos. Yo estaba a punto de cumplir nueve años y ya había ido algunas veces a la cancha pero no tenía la locura desbordante que me atacaría un año después, cuando River salió campeón después de 18 años, bajo la zurda sin igual del Beto Alonso. Estimo que la ausencia del Beto era uno de los motivos por los que no me interesaban demasiado los partidos de la selección.
Pero sí recuerdo un hecho de esos que se convierten en inolvidables por lo inusual e infrecuente. Fue en el debut de Argentina en el Mundial. El rival era Polonia, que tenía un cuadrazo, terminó tercera y con el goleador del torneo (el pelado Lato).
Para que este relato se comprenda mejor sería bueno o útil adosar un plano de mi casa de entonces, pero como eso no es posible, intentaré contarlo lo mejor que pueda.
Mi papá está sentado en su banqueta, ubicada casi en la puerta de la enorme cocina (donde está el televisor). Esa puerta da a un pasillo considerable que termina, de frente, en la puerta del baño (que en ese momento está abierta, atención a este detalle). Yo estoy cerca de mi papá pero no estoy mirando el partido. Estoy jugando con un coche de plástico que está muy bien preparado: sus ruedas muy bien calibradas, su masilla y la cuchara adelante para poner manejar su "infernal" velocidad. Y reitero el procedimiento: tiro el autito desde el living (cuya puerta también está abierta), aprovecho el pasillo e intento que llegue hasta la puerta del baño. Más allá no. Una forma de intentar dominar el vehículo para las arduas competencias de los recreos.
Reitero entonces: envió el autito desde el living, disfruto su deslizarse sobre el piso de madera (distinto a lo que me espera en los recreos) y voy a buscarlo para comenzar otra vez. Entre tirada de autito/ida a buscarlo/vuelta ya voy advirtiendo que mi papá no está muy conforme con lo que está viendo. Se lo nota no exaltado pero si nervioso. No insulta ni grita pero hay algo de exasperación contenida. No lo tengo muy en cuenta: yo sigo en lo mío.
Pero una de las pruebas en la gran recta coincide con un gol de Polonia. Es el momento en que mi papá sale catapultado de su banqueta hacia el pasillo, donde su bronca encuentra en su camino a mi autito amarillo. Mi papá le propina un derechazo espectacular que convierte un juguete terrestre en un objeto volador. El cochecito atraviesa los aires del pasillo, ingresa como un golazo por la puerta abierta del baño y se estrella contra la ventana.
No me asusto: me impresiono. Voy a buscar mi auto, que tras su choque, espera que lo rescaten del bidet. Miro a mi papá y me dice algo que después le voy a escuchar muchísimas veces, viendo a la selección o a Platense, su equipo: "que  jugadores pelotudos que tenemos".

Invitados: Trabajo más reciente

CICATRICES

Marcela Alba

Cicatrices 

Habitar un recuerdo 
donde rondan 

tu mirada perdida 
yo perdida 

el Polaco que hiere 
con su canto 

el vino que acaricia 
o cicatriza 

el humo del cigarro 

y la sonrisa 

de la mujer y el hombre 

que se miran. 

(De "Intimidades")

La búsqueda 
lo incierto 

La calma previa 
y el incesante grito 

El murmullo 
y las ganas 

Amarnos 
debería 
limitarse 

eso.

(De "Intimidades")

Sísifo 

Èl cree 
-con certeza- 
que es la piedra 
su condena 

Así 
ella lo salva 
de saberse 

Invariable 
Continuo 
Repetido. 

(De "Intimidades")

Invitados: Bienvenido
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DEFENSA DE DOMINÓ, DE BRIAN DE PALMA.

Por Claudio Huck.

    Si damos una vuelta por la web nos podemos enterar que Dominó, la última película de Brian de Palma mereció una calificación promedio de 4,4 en IMDB; el compilado de críticas de Filmaffinity es demoledor en su afán destructivo y el dictamen general  (incluyendo a los –pocos- especialistas argentinos que se han ocupado del filme) va de neutro a sombrío. Todos hacen hincapié en los innumerables problemas de producción, en cómo hubo que eliminar escenas sustanciales por cuestiones de costos, en las largas esperas en hoteles por falta de dinero, y todo concluye en la sentencia categórica que a Brian de Palma se le fue yendo la película que soñó de las manos. Sabemos que lo que vale es la película terminada y que no se filman disculpas que, por otra parte, De Palma no necesita.
La anécdota que cuenta De Palma se desarrolla en varios frentes. 
    Christian es un policía que quiere encontrar al asesino de su compañero Lars. Lo acompaña Alex en esa misión, una mujer policía que era amante secreta del muerto, y que está embarazada. Hanne, la mujer oficial de Lars, lisiada y enferma, está destrozada por la pérdida.   
    Joe Martin, jefe de la CIA, toma como rehén a la familia de Ezra, un libio que quiere vengar la decapitación salvaje de su padre a manos de Al-Din, jefe de una célula terrorista de ISIS. Joe pretende que Ezra encuentre a Al-Din a cambio de la libertad de su mujer y sus hijos. Ezra, para cumplir su cometido, utiliza métodos tan brutales como los de ISIS.
    Al-Din organiza una serie de atentados a cargo de fanáticos musulmanes que no dudan en inmolarse para lograr sus cometidos. Hay una balacera y explosión en la alfombra roja del Festival de cine de Holanda y el intento de un atentado similar en una corrida de toros en Almería, en el que habrá de intervenir la pareja de policías protagonista.
    Por más que suene machacón hay que volver a aclararlo:  la fortuna estética de una película no la determina la historia que cuenta sino cómo se cuenta esa historia. De Palma descree de los argumentos y en Dominó se burla abiertamente de ellos. Ezra tortura y mata a Farook para encontrar a Al-Din, el asesino de su padre,mientras el sobrino de Farook organiza el próximo atentado de Al-Din,  la policía y la CIA los persiguen, y Christian y Alex quieren vengar la muerte de Lars, y viajan a Almería y encuentran por pura suerte un camión en el que ven a Al-Din, y Christian de golpe tiene un satori en el que comprende de golpe cómo funciona el mecanismo terrorista de ISIS, y Alex patea en los huevos al terrorista para que no dispare la bomba, y Christian mata a diestra y siniestra a los malvados, y el dron pierde el control y se incrusta en la garganta del hombre-bomba, que muere. El argumento va sumando complicaciones farragosas hasta, finalmente, explotar por los aires cuando la resolución aparece de la mano del simple azar. De complicaciones y casualidades está hecha la Historia del cine. Antes de arrojar la primera piedra, que alguien venga y me explique en detalle de qué trata El sueño eterno de Howard Hawks y si esa desmesura narrativa la desmerece como obra maestra.
    Que De Palma atente contra la verosimilitud no es una novedad. En Magnífica obsesión un apasionado amor casi sobrenatural se transformaba, de golpe y porrazo,  en amor filial. En Vestida para matar y en Carrie los clímax finales, se convertían, tramposamente, en pesadillas. En Doble de cuerpo, toda la historia dependía en que un hombre tuviera la calentura necesaria y puntual como para ponerse a espiar a su vecina diariamente y a la misma hora.
     Los verosimilistas siempre pusieron el grito en el cielo con las películas de Brian de Palma. Como decía Hitchcock, son los que se preguntan si las manzanas que pintó Cézanne son dulces o ácidas. Siempre exhibió con orgullo su filiación hitchcockiana, que rastreamos en su obra en citas al maestro inglés en lo temático (la culpa, el pecado, la sospecha) y en lo formal (el travelling, las escenas de suspenso prolongadas,  la  música climática de Pino Donaggio que emula a la de Bernard Herrmann). Es evidente que la persecusión por los techos de Dominó remite directamente a Vértigo. De Palma, como Hitchcock, no quiere contarnos la realidad, que puede encontrarse sin pagar en la vereda, a la salida del cine. Como decía Sam Fuller, una película es como un campo de batalla...amor...odio...violencia...muerte...en una palabra: Emoción.  
     De Palma es un estilista de la imagen y pone en evidencia, más allá de las tramas que desarrolla en la superficie, los temas que en realidad lo obsesionan: las apariencias, los ocultamientos, las máscaras, los dobles. El afiche promocional de su película Doble de cuerpo advertía: No crea todo lo que ve. Toda la filmografía de De Palma está plagada por su gusto por el artificio y la exhibición de los mecanismos de la puesta en escena, con una estética ligada al cine clásico y hoy vista como anacrónica  (los títulos con letra creepy sangrante y el projecting en la escena de amor en la playa de Doble de cuerpo, la fiesta del 4 de julio en Blow out, el avión entre la niebla en el que viaja Elliot Ness en Los intocables). En Dominó, el decorado de estudio se ostenta con orgullo, con su look demodé, en especial en la secuencia de los tejados y en la resolución final detrás del cartel luminoso.
    De Palma brilla en las decripciones y en los detalles. El acercamiento hacia el arma en la despedida amorosa de Christian, que será determinante en la muerte de su compañero y en el sentido de culpa posterior. Las miradas que entrecruzan en el hospital Alex y Hanne: un par de segundos que parece aclarar que la infidelidad no estaba tan oculta para Hanne como parecía. El rostro de Lars, que deja filtrar cierto pesar con las llamadas telefónicas de Hanne, ante su insistencia en irse de vacaciones, o con el sondeo inquisitivo y afectuoso (¿Pasa algo?) que hace su amigo. La expresión de Alex cuando se entera del ataque a Lars, que hace inferir la relación antes de que lo explicite la trama. 
    En esta película no aparecen explícitamente las máscaras o los disfraces habituales en su obra (o aparecen solo a nivel de argumento en el camuflaje de los terroristas) porque casi todos los personajes son, en sí mismos, dobles y meras apariencias. Alex el romance y el embarazo, Lars miente a su esposa, Hanne quiere someter sentimentalmente a su marido con su discapacidad y su mostración evidente de bondad, Ezra es un criminal feroz pero con el justo fin de encontrar al verdugo de su padre y proteger a su familia, Joe quiere encontrar al terrorista pero para eso convierte a la CIA en una asociación ilícita que secuestra e incentiva la tortura, el jefe de policía está en connivencia con la CIA. Christian se siente destrozado por la muerte de su amigo, pero se pone a admirar una toma en la filmación del atentado de ISIS, o mira fríamente la grabación de una decapitación feroz y después se come un pancho como si nada. Cero empatía. Todos tienen sus dobleces. Los únicos realmente malos son los terroristas.
     El juego de ocultamientos y faltas (o pecados) van desde el fatal olvido del arma de Christian después de un devaneo sexual (De Palma siempre fue un puritano) al comienzo del filme hasta el asesinato de Ezra por parte de Alex en el final, como desquite por la muerte de Lars. Dominó bien podría resumirse en la conclusión del tema Chuck-a-Luck que abre el Rancho Notorius de Fritz Lang: Odio, asesinato y venganza. No hay buenos sentimientos en Dominó. Solo mezquindad y hacer sonar el escarmiento. Justicia, ni por asomo.
    Hace unos años reflexionaba en una nota (The Canyons, 2013, en Hacerse la crítica) sobre el pesimismo de las últimas obras de los grandes maestros del cine posclásico que comenzaron a filmar a fines de los 60 o comienzos de los 70, y que hoy filman poco y en los márgenes de la industria. William Friedkin con Bug o Killer Joe, Paul Schrader con The Canyons, Dog eat dog o First reformed, David Cronenberg con Cosmopolis o Maps to the stars, y De Palma con Passion, nos dicen que Hollywood está muerto y que el mundo es una mierda. Son películas que ahuyentan productores,  desagradan a los espectadores, y repelen a los críticos. En la nota citada terminaba diciendo algo que Dominó no hace más que actualizar: Pareciera que todos estos avezados y veteranos directores, a esta altura de sus vidas y de sus obras, no están interesados en agradar a los cinéfilos. No realizan películas perfectas ni acabadas. Tienen visiones y las vuelcan al celuloide. Son films-médium. Alucinaciones, presagios, dictámenes y diagnósticos de la realidad. Paisajes tremebundos, abisales, monstruosos. Hacen de la escatología un axioma, de la violencia un camino a la epifanía que, quizás, sólo sobrevive en estado degenerado. Una imagen invertida de lo que ya no es. Quizás podríamos denominar, a esta manera de ver el mundo, nihilismo.
    Hay dos datos en los que en general ningún crítico de la película ha reparado, o los han considerado menores como para detenerse en ellos. El primero es que la película transcurre en un futuro cercano (Junio de 2020). Quizás De Palma nos esté advirtiendo, a modo de oráculo, sobre  lo que podemos esperar de los tiempos que se vienen. Segundo, el atentado en la alfombra roja en el Festival de cine, que una vez terminada la acción de la película De Palma repite sin pertinencia dramática, casi gratuitamente. Nos puede estar diciendo un par de cosas: reafirmar y alertar sobre el peligro terrorista que se cierne sobre nosotros subrayando la fábula que acaba de desarrollar y/o puede considerarse como su posición sobre el cine contemporáneo. Podemos ver, maliciosamente, que es el propio De Palma quien empuña la cámara-ametralladora y dispara contra el glamour festivalero.
    Los autores de filmes, como todas las personas de este mundo, tienen sus momentos, sus altos y bajos. Brian de Palma tuvo unos primeros ejercicios (sus seis largometrajes iniciales) que pueden considerarse de aprendizaje, de búsqueda de un estilo. Luego viene una etapa creativa superior que va de Hermanas diabólicas a Doble de cuerpo con una seguidilla impresionante en la que se suceden, casi en continuidad, varias obras maestras absolutas.  En las últimas tres décadas ha aceptado proyectos que no se acoplaron bien a su estilo como La hoguera de las vanidades, Misión a Marte o Redacted, aunque a veces logró maravillas propias como Carlito’s way, Femme fatal o Passion. Dominó es una obra menor dentro de su filmografía pero en la que se puede disfrutar su personalísima manera de narrar y su visión particular sobre el mundo. Están los travelling, los planos sucesivos y rápidos de acercamiento (que lo identifican desde tiempos de Carrie), la cámara ralentizada y el suspenso que se dilata en el tiempo. Consigue una de las mejores secuencias de, por lo menos,  la última década, con el clímax en la corrida de toros en las que se ponen en juego, de forma magistral, a la agente Alex, al terrorista, al público en general, a las chicas que quieren comprar gaseosas, a la célula de ISIS en la terraza, a Christian que quiere detenerlos y al dron que avanza sobre el estadio. Y el acompañamiento de Pino Donaggio, como si fuera poco. Una construcción precisa de cine puro que nada tiene que envidiar a los mejores momentos de Furia o Blow out. Parafraseando a Cabrera Infante a propósito de su crítica de la segunda versión de  El hombre que sabía demasiado de Hitchcock: Secuencias como la que acabamos de describir demuestran que un De Palma manco vale más que otros directores con todos los brazos del Vishnú.

                      21 FEB 2020

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