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  • Roberto Pages

UNA AVENTURA ANALÓGICA


La nuca y el pelo alborotado fue lo primero que vi de Valentina. Sospeché que al otro lado de esa luna habría una linda mujer y me lancé, entre la gente, a tratar de verla de frente. Unas manos femeninas, aunque imperiosas, me tomaron del brazo, y una voz de relaciones públicas me dijo “Doctor, ya es era hora de pasar a la sala. Estamos por comenzar”. Soy psicoanalista, no doctor, pero no tuve ánimo para contradecirla. Mi atención estaba puesta en ese pelo, en esa nuca. Me dejé arrastrar, frustrado, pero alcancé a ver parte del perfil de Valentina. Una nariz ligeramente curva, una nariz italiana. Me sentaron a una pequeña mesa sobre un pequeño estrado. La botellita de agua, el vaso, y una impensada lámpara sobre el escritorio. Yo, desde mi profesión, disertaría sobre “La influencia de la curvatura peneana en la posibilidad de una Reforma Agraria”, y seguramente habían pensado que yo leería. Nunca lo hago. Entraban los rezagados y pude ver que la mujer del pelo alborotado y la nariz italiana se ubicaba en la segunda fila. “Ando con suerte”, pensé. Alguien a su lado le dijo algo y ella soltó una carcajada desinhibida. La boca grande y roja, y una fuerte dentadura, justificaban la expansión sonora. De los ojos verdes sabría después, cuando la tuve cerca, enfrente de mí. Fue en el hall, cuando entre otras personas Valentina se acercó a saludarme. Le había interesado mucho lo de la reforma agraria –dijo. Yo lo había intuido mientras hablaba sin dejar de mirarla, pero fue su pasado en el Partido Obrero lo que más tarde me daría la explicación de su interés. Nos hubiésemos ido juntos, pero había una cena organizada por la institución que me había contratado, insoslayable para mí: al final de la misma me pagarían los honorarios. Nos dimos los teléfonos y quedamos en llamarnos. A la hora del postre sonó mi celular. Era Valentina; me preguntaba si quería ir a dormir a su casa. Habrá oído el murmullo de mi sonrisa porque dijo: - A dormir, dije. Estás cansado, me dijiste, y ahora la cena, el vino, la gente. ¿O no me tenés confianza? - No me la tengo a mí, y esta noche no daría la talla –contesté. Reímos y prometí que nos veríamos al día siguiente. Eludiré nombrar las sucesivas escatologías de esa noche, pero el lector permitirá que diga que Valentina era una mujer absolutamente analógica. Pechos generosamente maternales, grandes sin grosería, y sin las consecuencias del amamantamiento en una mujer de unos cuarenta y tantos años, ya que no había tenido hijos. Las nalgas y los muslos, de gordura ausente, evocaban sin embargo los desnudos gozosos de Renoir más que las lánguidas modelos de Modigliani. En las pausas de esas horas nocturnas, Valentina se mostró contenta por habernos encontrado. Desde el divorcio de su marido no había vuelto a tener “una pareja, un compañero”, aseguró, y eso le pesaba. Casi amanecía cuando me dio la espalda y me pidió que la abrace. Pasé el brazo bajo su cuello y me amarré a sus pechos, descansé la otra mano en su cadera y nos quedamos dormidos. “Te quiero” susurró antes de caer en el sueño. Empezamos a vernos un par de veces a la semana. Salíamos a comer, a veces íbamos al cine y reíamos. Incluso en la cama, desnudos, reíamos. El primer nubarrón, sin embargo, apareció casi un mes después. Valentina me llamó, dijo que su último alumno del día no iría y, entonces, quedaría libre a las siete y media. “En diez minutos salgo para allá” –dije, atolondrado como un adolescente. A mitad de camino, a la altura de Scalabrini Ortiz volvió a llamar: quería saber por dónde andaba, y calcular el tiempo para esperarme en la parada del colectivo. Estaba contenta y yo también. Llegué y no le vi buena cara. Su perra Victoria estaba más contenta de verme que ella. Algo había pasado en el rato que tardé en llegar, pensé, pero lo negó. Recordé una frase de Bioy Casares: la mujer, aunque tiene el vigor del caballo, se deprime por todo. Dejamos a la perra en su casa, salimos a comer y no recuerdo si esa noche nos dedicamos a nuestros ejercicios habituales. Con ligeras variantes, en semanas sucesivas, estos hechos melancólicos se repitieron, mezclados con otros vitales. Había ido a otras dos charlas que yo había dado pero en la tercera eligió quedarse en su casa. Estaba cansada, dijo. - Tampoco quiero que se transforme en una obligación. A veces necesito hacer otras cosas, o simplemente descansar. - Yo suponía que venías por gusto, no por obligación –dije, quizás con resentimiento. Una tarde, en El Lado Bueno de Colegiales dijo que me quería mucho y no quería perderme como amigo, pero no podía seguir como pareja. Estaba en un momento complicado y era demasiada exigencia. - ¿Pensás dejar de coger, o de garchar como decís vos? –pregunté. - Ni loca –dijo riendo. - Y cuando nos veamos como amigos me contarás tus aventuras –afirmé - No, claro, ese tema estará soslayado. - Y yo me haré el otario, supongo. Sugerí irnos. En la esquina de Ciudad de La Paz (¡vaya nombre!) y Newbery ella tomó su Uber, que llegó primero, y yo el mío. Dos o tres días después me llamó para decirme que no quería terminar así, conmigo enojado, que podríamos vernos y al menos tener una despedida afectuosa. No sé por qué dije que sí, comimos comida árabe sin vino porque los dueños, musulmanes, no lo permitían. Ella tampoco quería comer pan, “porque engorda”, y tuve que comerlo solo, sin compartir. La acompañé a la parada del 15, mientras esperábamos puso la cabeza sobre mi pecho y yo le di un ligero beso sobre el pelo. Ella subió al colectivo y yo decidí tomar el taxi que venía detrás. - ¡Qué muñeca la que estaba con usted! Si no se ofende –dijo el taxista. - Sí, es muy linda –dije yo. - Lástima la separación. - ¿Por qué afirma? –pregunté molesto. - Su cara paga –dijo el hombre. Y los hombros hundidos. “Tiene razón” –pensé, y decidí callar. Estaba visto que no se iba a amilanar por mi silencio. - ¿Dónde la consiguió? - Conseguir… ¿es un paquete acaso? Nos conocimos en una reunión con mucha gente y simpatizamos. No sé por qué le digo esto –agregué, y efectivamente no sabía el motivo. - Me parece que usted entendió mal lo primero que le dije. - ¿Qué? - Lo de muñeca. - Lo entendí –dije, es una antigualla pero por supuesto la entendí. Muñeca: Una bella mujer, una linda mina dirá usted. - No entendió. Si quiere le explico. Pensé en darle una trompada sobre la oreja. Alguna vez había leído que los boxeadores, si los golpean en el oído, pierden el equilibrio, y me tentó probarlo con ese entrometido. Reflexioné: está manejando, en una de esas hace un descalabro y me mata a mí. - Explique –me oí decir, azorado. También noté fastidio en mi voz. - Usted se acercó a ella con las endorfinas despatarradas, si me permite decirlo así; por el placer que le provocó su belleza y por el inmediato deseo sexual. Es como la luna sobre las mareas (recordé que al ver la nuca y el pelo alborotado de Valentina me dije de conocer “el otro lado de esa luna”, pero no abrí la boca). Ella olió y vio esa marea alta en usted, su cuerpo la registró y le respondió. Seguro que lo llamó un par de horas después. Como no supe qué decir, dije: Ajá. El tipo siguió: - Siguió una etapa de confirmación. Quería saber si podía llevarlo a esas alturas cada vez que la viese. Cuando vio que sí, que su interés y su deseo y hasta su amor seguían intactos, comenzó el proceso de la marea baja. Una muñeca tan bella no se conforma con eso, creáme. Necesita otros mares, otras playas. - Una muñeca a cuerda –dije. - Ahora la antigualla es usted. Hace años que no oigo la expresión “a cuerda”. “Contra las cuerdas” también era una expresión viejísima pero así me sentí; me refugié en el silencio, esperando que pase el temporal (“temporal”, vaya palabra aparece ahora). - ¿Vio esos teléfonos digitales que usted pone el dedo, o muestra la cara, y el teléfono registra que es usted y lo deja entrar? Lo mismo. - Antes una muñeca, ahora un teléfono. - Es duro de entendederas, perdone que se lo diga. Es con respeto. - Ya veo –dije, queriendo ser irónico. - ¿No le gusta el teléfono? Es igual a cuando uno pasa los dedos sobre el teclado de la computadora, la máquina lee y, de pronto, está en Katmandú, en París, o con una belleza de mujer. - Como una muñeca digital -dice usted. - Las hacen cada vez mejores.


17 abril 2018

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