Aquélla mujer, a los cincuenta y dos años, radiante en ocasiones, melancólica en otras, todavÃa esperaba el añejo prÃncipe azul. No lo decÃa con esas palabras. Hablaba de encontrar una pareja, un compañero con quien compartir la cama, ir a escuchar música, a comer. Ese sueño la desvelaba y, entonces, encendÃa el televisor, tomaba un rivotril y al fin se dormÃa.
SalÃa con hombres que parecÃan acercarse al modelo esperado, pero a poco andar se daba cuenta del regreso de la frustración. Si con el partenaire habÃa una intimidad satisfactoria la relación duraba un poco más, pero habitualmente encontraba que uno de ellos era tonto (un boludo, decÃa ella después de estar dos o tres noches juntos), otro tenÃa problemas insolubles con su mujer o con su ex, y en general todo resultaba un engorro como si tuviese una cita a las tres de la mañana en Ezpeleta.
El psicólogo le dijo: a vos lo que te gusta es estar con tus amigas, los hombres son ocasionales. Se enojó. Siempre se enojaba, aquélla mujer, con quienes le daban una interpretación distinta a la que ella tenÃa armada en su cabeza. Y, sin embargo, era verdad. Pasaba sus ratos de ocio con amigas de la infancia, con viejas amistades juveniles encontradas en sucesivos trabajos, o tomaba mate con vecinas conocidas en los edificios donde habÃa vivido. También tenÃa un amigo varón, homosexual, con quien salÃa a cenar con frecuencia.
HabÃa estado casada durante años con un hombre mucho mayor que ella, y habÃa vuelto a repetir, por mucho menos tiempo, con otro de más edad aún. Después de eso, mientras esperaba la calabaza que se harÃa carruaje, pasaba de la vitalidad y la risa a la depresión. El buen humor le era útil para conquistar lo que detestaba llamar chongos, como hacÃan sus amigas, y el bajón anÃmico para justificar las separaciones.
DecÃa, o se consolaba: con perro, netflix, autogestión sexual y rivotril alcanza, y luego reÃa. Sus amigas no sabÃan si hablaba seriamente.
Aquél hombre, apenas pasados los sesenta años, aunque casado dos veces y otras tantas en pareja, sin contar las que habÃan terminado siendo circunstanciales a su pesar, no habÃa logrado cuajar una relación amorosa que se mantuviese en el tiempo. No es época para estas patriadas -solÃa decir; no sé si las mujeres de hoy desean un largo camino en común.
Algunos amigos se quedaban mudos con esta reflexión. Unos porque la aprobaban sin saber qué agregar, otros porque elegÃan no opinar, como en casi todo, y no faltaban los que callaban por ignorancia. Nunca habÃan pensado en eso. Ni pensarÃan, probablemente.
TenÃa propensión a dormir las primeras horas de la noche y luego despertarse en medio de la oscuridad. "Por las noches tomate un rivotril y santas pascuas" -le decÃa un amigo; "es lo que hago yo para no oÃr roncar a mi mujer, a la que soporto, o no soporto, no lo sé, desde hace treinta años".
Él se habÃa negado a esta solución sencilla pero, con el tiempo, habÃa probado el método. Primero, cada varios dÃas; luego, cada vez más seguido hasta que al fin optó por la ración diaria.
Sin embargo, pensaba lo que guardaba para él, lo que no contarÃa: Mi educación sentimental la aprendà en el cine, sobre todo en el cine de Hollywood desde la niñez. Mientras los hombres miran el torso y el acoplado de la mujer, yo no puedo dejar de sentirme atraÃdo por las caras. Lo que alguna vez llamé el erotismo del rostro, tan cultivado por los americanos del norte. Ava Gardner, Lauren Bacall, Gene Tierney, Jean Seberg, Rita Hayworth, entre otras, me han ofrecido un modelo de atrayente admiración.
Una noche, después de la pastilla, entre la vigilia y el sueño, en el ambiguo duermevela, supo de la eternidad de esos rostros. HabÃa visto a Maureen O'Hara, su pelo rojo y su amplia boca, en las salas de cine en su pubertad, y podÃa seguir viéndola, inalterable, joven para siempre, como a todas, en la pantalla de su computadora. PodÃa incluso recordarla, como a las otras, de la misma manera.
Fantasmas, son fantasmas... -murmuró el hombre aquél antes de que esa noche el sueño, o el rivotril, lo venciesen del todo.