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Roberto Pages

POLVO DE ESTRELLAS


Qué Tinto Brass ni ocho cuartos (Quítame de ahí esas pajas). El orgasmo más increíble, intenso y desmesurado en la historia del cine lo filmó Brian de Palma en 1976, en Carrie. Desmesura es mi nombre –podría decir De Palma sin pudor, y esto es elogio. No filma música de cámara sino que filma óperas. Óperas cinematográficas.

Después del Aquelarre desatado por brujas y brujos satánicos y cotidianos contra el último intento de amor, de pureza virginal posible para Carrie White (acompañada por y enamorada de el redimido muchacho deportivo pero también poeta, un Ángel rubio), ésta los vuelve al infierno con su poder telekinético. Y se encamina a su propio infierno.

A su casa.

Desde la ventana de esa casa se ve, en el pavimento, una aparente señal de tránsito que es una cruz invertida. La misma cruz invertida que posee, poseída, la madre de Carrie, Margaret White (no hay hombre ahí, en esa relación: la hija lleva el apellido de la madre). La mujer sostiene, en su delirio religioso, una lucha interminable contra el pecado original, que asocia al sexo, como cualquier cura o santón o poder político conservador que se precie (“Eva fue débil” –dice), y carga, con culpa, con el goce a su pesar producido por el desaparecido padre de Carrie. “Toda esa suciedad, ese aliento a whisky, y me gustó” –se desespera, antes de emprenderla contra Carrie, su hija, bañada en sangre: al principio y al final de la película. Primero con la menstruación –la entrada en el pecado, siente Carrie con esa madrecita criaturita de Dios parida, sin embargo, por toda una cultura puritana)- y al final por el Apocalipsis en el salón de baile en el día de la graduación, cuando todos los demonios se sueltan sin freno alguno (mientras la madre, en su casa, corta con furia, en pedazos, una zanahoria; no un melón, de redondez femenina, sino una fálica zanahoria. Quizás De Palma, se me ocurre pensar, se privó de una excesiva banana)

Carrie se baña, lava y limpia todo el horror, y emerge de la bañera y el agua, como emergiendo del útero acuoso materno, pidiendo amor. A su madre: “abrazame mamá, abrazame”. Pero la señora no está por la labor. Le suelta todo el asco y placer que sintió cuando su ex marido la poseyó, y se propone limpiar -y proteger del mundo- a su hija matándola.

El afán de santidad guarda lo diabólico en el otro lado de la luna. El fanatismo religioso por el Bien se hunde en el sumidero donde chapotea, orondo, el Mal.


Aquí es cuando De Palma hace algo inusitado, increíble. Pone en escena, a través de Carrie White y su telekinesis, la única penetración carnal que anhela y desea la madre. La única que considera válida, pura. La única satisfactoria: La penetración sexual religiosa. Vuela el primer cuchillo y se clava en la palma de la mano de Margaret White y contra el vano de madera de la puerta (La Cruz), y luego, los sucesivos cuchillos, como flechas, penetran la carne de la mujer como las flechas penetraron el cuerpo empecinado de San Sebastián, el que pintó El Greco, y el que, madre e hija, tienen en un pequeño altar en la casa.

El martirio, el sacrificio sagrado, como goce sexual.



Pasó mucho tiempo hasta que algunos comenzaron a hablar de esta secuencia en el sentido que le dio De Palma, y en la figura de Piper Laurie, una estrella del viejo Hollywood, una herejía del bueno de Brian. Margaret no sufre, goza. Escribo, culto, orgasmo cuando, en realidad, es el Gran Polvo. Un Polvo Cósmico. Todas las fuerzas de la naturaleza, en su anverso y reverso, en su Bien y en su Mal, volcadas sobre esa mujer tan lunática, insatisfecha, como perdida en su alucinación, en su anhelo.



No siente dolor, siente placer. Es impresionante la banda de sonido en este momento, que muchos no oyeron o no quisieron oír. Los jadeos crecientes, la explosión orgásmica final, la caída última que, al fin, le serena el rostro. El Polvo de su vida, pegado a la muerte.



Polvo de Estrellas.

O Polvo de las Estrellas.


(La petite mort de los franceses, una nadería)




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