Volvieron. Ahí están, otra vez, los viejos y viejas haciendo colas interminables bajo el sol, con 35 grados de sensación térmica, para cobrar el bono otorgado por el gobierno. La necesidad los apura, sin duda, pero más el miedo (si llegan antes, piensan -es un decir-, se aseguran el cobro), la desconfianza y, sobre todo, la adhesión inclaudicable al sufrimiento.
La fiesta hay que pagarla.
La plata está depositada en cada cuenta de uno de los beneficiarios, se puede sacar por cajero o retirar con la compra en el súper o en la farmacia, con la tarjeta de débito. En cualquier momento. A la mañana, por la noche, al día siguiente.
Pero no.
Primero hay que saber sufrir, después quejarse.
Y cuando puedan, mayoritariamente, volverán a entregar sus vidas a quienes los han machacado siempre y lo volverán a hacer cuando llegue la ocasión.
Los veo todos los días a una cuadra de mi casa, media hora antes de que abra el banco, sentados en las escalinatas, pasando frío o deshidratándose. Yo, al verlos, navego entre la pena y la bronca. Hoy cuadriplicadas por la cantidad de ellos exponiendo su salud.
Y sin embargo me ganan. No aflojan. Siguen ahí, cumpliendo ese destino agrio impuesto y auto impuesto, con pocas risas, detenidos en el tiempo.
Como lagartos.
27 dic 2019
Comments