La historia me fue referida -diría Borges, y aquí vendría un nombre, real o inventado, en un lugar también irreal o mítico. Lo cierto es que la descubrí una noche tras una cena de amigos, en una de las tantas cenas que acostumbrábamos tener en un bodegón ubicado antes de cruzar Rivadavia; es decir, antes de que las calles de la ciudad comenzaran a deslizarse hacia el sur inevitablemente.
Esa noche yo estaba más incómodo que de costumbre. Los encuentros que había imaginado vigorosos al comienzo, tras unas pocas semanas se desbarrancaban hacia el tedio, la repetición y el desgano. Entonces, de pronto, vislumbré el motivo de mi incomodidad, que arrastraba desde hacía unas semanas. Para abreviar contaré la historia de Elviro, la que entreví esa noche, que de algún modo resume o agrupa la de los otros.
Elviro había heredado el nombre de su hermana muerta en el momento de nacer. Notaba en él una casi irrefrenable necesidad inquisitoria sobre mi vida. Mis amores, mis divorcios, mis hijos, mis escritos, mis mudanzas -las del ánimo, las del amor, las del fracaso y también de los éxitos, para decirlo con una palabra dudosa. Noté, o sentí, con el bocado de queso y dulce a las puertas de la boca, con la mirada puesta en Elviro, que yo era una esponja a la que él exprimía para vivir, a través de mí, aquello que le estaba negado o que él se negaba a sí mismo. Elviro se llevaba parte de mi vitalidad, y yo quedaba con un hueco que me costaba días volver a llenar.
Sucedió una serie de revelaciones.
Pensé: vicariamente, Elviro vive sus emociones en el cine y en los libros, su coraje físico en el box que mira por televisión, su pasión amorosa, y acaso sexual, en el equipo de fútbol que sigue desde la infancia. Y una vez a la semana, a través de los fragmentos de todo ese bagaje que yo vivía de otras formas, con otras maneras, en otras historias.
Nos levantamos. Al hacerlo miré a Elviro y vi en él a los otros. En la calle dije, como todos, como siempre, que nos veríamos la semana siguiente.
No volví
.02 enero 2020
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