Volvió el sudor, que los Ellos llaman transpiración porque sienten que es más fino, menos grosero (son los que creen que es fina la mesa de la Legrand; los que en la antesala del médico o en la cola del Rapipago, en el banco y en la máquina telefónica te dicen, te escriben, "Aguarde" en vez de Espere. No vas a comparar).
Volvió el sudor, entonces, en la Plaza usurpada una vez más. La Plaza que odian y, sin embargo, la quieren poseer. Volvió el sudor y los 40 grados no tuvieron nada que ver, como siempre. Eso va en los días.
Volvió el sudor de la piel, de la risa que suelta gotitas en la carcajada, el sudor de los ojos: de alegría, de emoción.
Por estar juntos.
Decir que volvió el sudor quiere decir, también, que volvió la pesadilla de los Ellos. La que los persigue desde el 45, sufriendo, y desde el 55 ilusionados. No saben que la pesadilla no se rinde, que es tenaz. Que en la noche oscura está escondida bajo la almohada, que en las burbujas de la copa de champagne, o en las del vino con soda, de pronto, se dibuja lo que los aterroriza.
Por la mañana se sienten mal, y se preguntan por qué. Lo atribuyen a algo que les cayó mal, al exceso de alcohol, al olvido del revotril. Y sí, algo les cayó mal, pero no lo saben. Algo que lleva décadas, esa espera eterna, esa ilusión arisca y coqueta que no les da bola.
Tres días antes habíamos visto la Plaza Seca. A menudo leo, o amigos me preguntan, por qué odian tanto los habitantes de la Plaza Seca. Cómo es posible. Me parecen preguntas inadecuadas porque implican, en su formulación, un odio que está fuera de los Ellos, que odian eso que apareció en sus vidas y no se va. Que nunca termina de irse, que vuelve y vuelve, una vez y otra. El regreso del monstruo que les calla el cantito esperanzador, que lo tira a la basura, que pasa al olvido.
Tampoco lo saben. Creen odiar a los dueños del palco en la Plaza Sudada, pero, en realidad, se odian a sí mismos y entre ellos. El tipo que remeda aquélla viñeta impagable de Calé, enamorado en su juventud de la piba más bonita del barrio y, veinte años después (que es mucho), viéndola en la puerta de su casa, gorda, con ruleros y batón, rodeada de hijos, dice Uy Dio, de la que me salvé. Y ella, la que conquistó al muchacho lindo y prometedor, lo ve ahora sentado en el living, absorto en los culos de Tinelli, o durmiendo con la boca abierta. Cada tanto suelta un ronquido.
Hace muchos años que no hay sudor de los cuerpos, ni gotitas alegres de la boca, ni lágrimas de risa o de emoción. Hay anhelos frustrados, de agua estancada finalmente seca.
Les queda Hola y Gente y la televisión. Asomados, en la peluquería o en el dentista, a ese mundo ajeno que alucinan elegante, buscan un lugar de pertenencia. Un lugar antiguo, perdido en el tiempo; ya no saben si inexistente u olvidado. Qué más da.
La caída de quien los representa -vacío, casi analfabeto como ellos, también seco- los obliga a quedarse solos. Peor: a quedarse con ellos mismos. El espejo ya no devuelve la imagen de sus fantasías. Están ellos y en el espejo el lado oscuro.
¿Cómo no suplantar un sueño de amor con un odio real? ¿Qué mejor odio que el puesto en quienes se atreven a sudar? El sudor de la piel y de la entrepierna, el sudor de la risa y el sudor de la lágrima.
Por algo, el zombie que acaba de irse, como antes se fueron otros (porque así como unos vuelven siempre, otros siempre se van), les hacía Playas Secas.
Porque las uvas están verdes, y La Plaza Sudada está lejos, muy lejos, inalcanzable.
Ni siquiera saben qué es.
Ni quiénes son.
10-Dic - 2019
Comments